lunes, 6 de enero de 2014

Y Además un Huevo Duro

Siempre he sostenido, tanto oralmente como por escrito, que yo llegué a la gastronomía no solo por el paladar, que sí, ni por la tripa, que también, si no por el lenguaje, por el sonido rotundo y evocador de los nombres de tantos platos enraizados en los dichos populares, sonoros, evocadores de épocas y costumbres. Y precisamente por eso a veces se me critica mi poca, casi nula, permisividad con la utilización inadecuada de esos nombres que llevan a situaciones de desengaño, muchas veces, y de descrédito de la cocina tradicional española, esa que no existe si no como compendio de exquisiteces extraídas de su entorno real para mejor y mayor engaño de turistas poco informados, ávidos y bienintencionados, sean foráneos o locales.
Me basta un pequeño paseo por bares y restaurantes en general para empezar a rumiar mis desilusiones y fomentar el enfado de mi familia que no entiende mi justa, mi pertinente indignación. “¿Pero a ti que más te da?” “¿No te das cuenta de que a los demás no les importa?”. Pero a mí sí. A mí me importa, y mucho, que cuando entro en un local y pido algo que me apetece lo que me sirvan sea lo que estoy pidiendo y no cualquier otra cosa que por degeneración y dejadez se asume que es lo mismo pero que en realidad resulta otra cosa diferente. No voy a partir de la calidad de lo que se sirve porque no es ese el debate. La calidad puede ser magnífica, el resultado exquisito, pero si lo servido no se corresponde con lo pedido, y más cuando lo pedido pertenece ya al patrimonio cultural gastronómico, el daño que se está haciendo sobrepasa a la satisfacción, o insatisfacción, del paladar. A mí no se me ocurre, y creo que a nadie, anunciar en un museo cuadros de Velázquez y enseñar dibujos de Picasso.  Primero porque son diferentes pintores y segundo porque no es lo mismo un cuadro que un dibujo.
Estoy convencido de que podría poner más ejemplos pero voy a coger cuatro por no hacer esta reflexión interminable: el pulpo, las patatas, los callos y la paella. Alguno ya se está removiendo, lo veo.
Estoy cansado, harto, hasta los mismísimos tentáculos de entrar en lugares y que me ofrezcan pulpo a la gallega y me den pulpo a la feria (feira, se dice en mi tierra). El primer problema es que el pulpo a la gallega no tiene nada que ver con el pulpo “a feira”, o la feria. Son dos preparaciones diferentes, dos gustos diferentes, dos formas diferentes de cocinar un mismo producto. Ya no voy a entrar en que el pulpo “a feira” debe de estar enterito y a veces te lo sirven sobrecocido convertido en una suerte de estropajo con la piel separada de la carne, con ajo, sazonado durante la cocción, cortado a cuchillo, recalentado en el microondas, … Y por no ser fundamentalista no me voy a meter en el material del recipiente en el que está cocido, entre otras cosas porque he oído que el gobierno metiéndose donde nadie lo llama y en una vuelta más a su estupidez ya legendaria en temas gastronómicos –y hablo del gobierno como ente gubernamental sin color político y con continuidad en su estulticia a pesar de los cambios- ha prohibido, o piensa prohibir, los calderos de cobre para cocinar, supongo que basándose en la inmensa cantidad de gallegos envenenados por comer pulpo “a feira”.
Estoy cansado, harto, hasta las mismísimas mondas, de oír como en establecimientos del ramo, de oír como reputados comilones con ínfulas de gastrónomos, de ver como en etiquetas de venta se llaman cachelos a cualquier patata cultivada, en algunos casos pretendidamente cultivada, en Galicia. Los cachelos son una forma de preparar, en realidad una forma de romper (cachar en gallego, ¿les suena a algo?) las patatas. Y por no meternos en harina soslayemos el tema de las patatas bravas, al menos por el momento.
Estoy cansado, harto, hasta las mismísimas callosidades de que en una ciudad como Madrid, en una zona tan emblemática, por solera y por turismo, como en el entorno de Sol y la Plaza Mayor uno tenga que pedir un plato de callos, especialidad castiza y emblemática como pocas de la capital, sin que se pueda saber a ciencia cierta hasta el primer bocado si lo que te están sirviendo son callos a la madrileña, callos con garbanzos o, horror de los horrores, callos de lata o de bloque. A mí me bastaría con que me lo dijeran de antemano y poder decidir yo si me arriesgo o no, pero más de una vez, y a pesar de haberlo preguntado y habérmelo negado, me han sorprendido con ese regustillo tan característico de los callos precocinados. Que pueden estar muy buenos, mi mujer los llama mejorados, pero posiblemente no son lo que el cliente, en este caso yo,  estaba buscando.
Estoy cansado, harto, granujiento de indignación,  de que se haya difundido por casi toda España la espantosa, la dañina, la frustrante costumbre de llamarle paella a cualquier arroz. No quiero ser fundamentalista, voy a admitir, como si fuera pulpo como animal de compañía, que la paella se puede preparar con ingredientes diferentes a los originales. Que se puede sustituir el “garrofó” por algún otro tipo de judía blanca. Que se pueda sustituir la “ferraura” por algún  otro tipo de judía verde. Que se pueda sustituir el azafrán por colorante alimentario. Que se pueda sustituir la rata de agua por conejo o los caracoles por marisco. Incluso que el arroz no se cocine en paella, vulgo paellera. Vale, porque la paella, esa forma de preparar el arroz propia de La Albufera valenciana, es más una cuestión de fuegos y proporciones que de ingredientes. Bueno, hasta cierto punto. Me parecen inadmisibles ciertas pretendidas paellas de bacon y queso o de palitos de cangrejo que he visto anunciadas en algunos “restaurantes”. Pero lo que ya es insoportable, de demanda judicial, es pedir una paella y que te sirvan un arroz con “marisco”, pasado, una especie de papilla informe de color amarillo con unos cuantos “tropezones”, o insípido por falta de una base necesaria, o un arroz caldoso, o un arroz al horno, o un arroz al caldero, o cualquier otro tipo de arroz que no tiene con la paella otro lugar común que sorprender al incauto que lo pide con la genialidad, no voy a suponer mala fe, del cocinero de turno que posiblemente nunca haya probado una paella en su vida. Porque esa es otra. La paella, no el arroz cocinado en paella, ese plato emblemático de la mal llamada cocina española, y bien llamada cocina valenciana, se ha convertido por mor de la permisividad, de la candidez, del desconocimiento general, en una rara avis. Claro es más sencillo preparar un arroz más rápido y sencillo, con unos cuantos ingredientes de apaño que la trabajosa paella, y total poca gente va a protestar.  Como van a protestar si no saben lo que es realmente.
Pero lo peor es que esta permisividad se va extendiendo y ya vale todo. Este verano en Galicia, en un restaurante en el que se come francamente bien y con muy buena materia prima, pedimos, alguien pidió, unos chipirones a la plancha. Galicia no tiene tradición de cocinar a la plancha y ya varias veces y en distintos lugares las cosas pedidas a la plancha nos las han servido entre fritas y cocidas en aceite. Ante la experiencia recalcamos que por favor nos las hicieran con un mínimo de aceite, casi tendiendo a sin aceite. Explicamos, para justificarlo o simplemente explicarlo, que la persona que lo pedía era andaluza y por tanto bastante acostumbrada a esa plancha huérfana de aceite que extrae y preserva los mejores jugos de la materia prima. Se ofendió. A él que había estudiado hostelería no se le podía explicar que la plancha tiene que estar muy caliente y casi sin aceite, a él. A él, y a cualquier otro, sería conveniente que entre las asignaturas de hostelería le incluyeran humildad, educación y sentido comercial, rama atención al cliente.
El problema es que a base de llamar a las cosas lo que no son, usar las técnicas de forma incorrecta, sustituir la cocina por la precocina, o simplemente sirviendo materia prima inadecuada,  acabaremos destrozando un patrimonio de siglos y una riqueza cultural-gastronómica que luego será difícil de recuperar. Bastará con que un experto, o no tanto, extranjero llegue a nuestro país y tenga la desgracia de pedir algunas de las innobles imitaciones o incorrectas denominaciones que por ahí pululan y el buen gusto de difundirlo.  ¿Quién podrá entonces poner remedio? ¿Y reclamar credibilidad?
Yo por si acaso, y para evitar que me llamen pesado, no volveré a decir nada sobre este tema. Al menos en un par de semanas. Me limitaré a llevar una copia impresa de esta reflexión y enseñarla como si de un Harpo Marx se tratara. Moc, moc, y además un huevo duro.


P.D. Han pasado apenas cinco días desde que escribí esta reflexión y he asistido en el afamado mercado de San Miguel y en un solo local a la perpetración de todo lo que denuncio a unos pobres guiris. Los callos de bloque, el pulpo “a la gallega”, pasado y con solera, la “paella” en montón y pasada de punto y, a esto no había asistido nunca, una vieira gratinada donde la bechamel se había sustituido por queso. ¿Por queso? Sí, aún me parece una pesadilla, pero sí. En el colmo del paroxismo el pobre guiri que ya no sabía lo que estaba comiendo pidió que le frieran un poco más el pulpo. Solo se le abrieron los ojos espantado cuando le explicaron que el pulpo estaba cocido. De los precios mejor ni hablamos. El local se merece una charla aparte, y el daño que hace una pena de cárcel.