Seguimos perdiendo. No sé si es
un problema de educación, si es un problema de desinterés o una simple
consecuencia de las políticas de dejación que en el tema alimentario mantenemos
en este país y que nos está llevando a dilapidar un capital fundamental de
nuestra cultura, un capital extenso y que bien explotado nos daría una
capacidad inmensa de generar interés en España y posibilidad de generar riqueza,
en manos de empresas de países interesados en que no seamos competencia.
Las leyes, ciegas, sordas e interesadas,
están empeñadas en acabar con el pequeño productor gravando de una forma impositivamente brutal cualquier intento de
generar producto reducido de gran calidad. De espaldas, despreciando sin
fisuras, el producto que consigue ese pequeño agricultor, ese ganadero de unas
pocas cabezas, ese productor de vinos y licores que tienen el conocimiento, la
calidad, la tradición, la honradez de ofrecer lo suyo hecho como siempre, las
leyes hacen imposible, gravan inclementemente, abortan, cualquier posibilidad
de que los consumidores accedamos a esas delicias y, a cambio, nos empujan sin
recato hacia los productos industriales y de una calidad menor, cuando no
ínfima.
Y esto, ¿sucede en todos los
países? No. No sucede en todos los países. Todos los países intentan preservar
sus productos artesanales, sus pequeños productores, con iniciativas legales,
impositivas y comerciales que fomenten el consumo y el conocimiento de esos
productos y favorezcan su preservación. Francia, Alemania, Portugal, Italia… se
preocupan de que su patrimonio gastronómico no solo no se pierda, si no que se
afiance y contribuya al conocimiento de su país y a su PIB.
Hemos dejado en manos ajenas la
distribución, la fabricación y la explotación de nuestros productos. Hemos
cedido sin rubor ni previsión nuestra emblemática gastronomía a cadenas y
franquicias que no tienen otro interés que vulgarizar, sustituir y/o hacer caja
con nuestra cultura gastronómica. Vulgarizar rebajando la calidad final
sustituyendo la cocina local, personal y primorosa de los cocineros
tradicionales, por cocinas industriales que luego distribuyen entre sus
múltiples locales con una considerable merma de calidad gustativa. Eso cuando
no bajan desvergonzadamente las calidades de la materia prima. Sustituir la
inmensa variedad de productos y platos locales por una cocina traída de fuera,
de su origen, o simplemente por una carta impersonal y que coincide punto por
punto en cualquier lugar en el que entres. Y hacer caja, porque se hace caja no
solo vendiendo, si no evitando que compres en la competencia, y para evitarlo
que mejor que lograr que lo desconozcas.
He leído con estupor, con pena,
con resignación rabiosa, que se ha puesto de moda entre los jóvenes cierto
licor alemán de hierbas que había fracasado en otros intentos de irrumpir como
alternativa a nuestros licores semejantes entre los que preservamos la memoria
de los magníficos licores de hierbas que ancestralmente se fabrican, se han
fabricado, a lo largo y ancho de este país. ¿Cómo es posible que en el país
donde se hace el aguardiente de hierbas gallego, leonés, cántabro o asturiano,
donde se hace el herbero valenciano o el licor de hierbas balear nuestra
juventud sitúe un licor alemán semejante como el segundo lugar del mundo,
después de Alemania, donde más se consume? Pues porque nuestros jóvenes
desconocen absolutamente que en España se hacen desde tiempos inmemoriales
licores de hierbas de altísima calidad. Es más, desgraciadamente aunque lo
supieran seguramente no tendrían la oportunidad de acceder a los que les
gustaran. Seguro que serían ilegales.
He leído, con un sentimiento
entre añoranza y fatalidad, que Rodilla ha sido comprada por una multinacional
extranjera. Bueno, era la crónica de una muerte anunciada. Desde los tiempos en
que comer unos sándwiches de Rodilla solo se podía conseguir en Princesa, en
Callao o Fuencarral, aquellos gloriosos de queso y tomate, queso y nuez,
vegetal o salami, la cadena había entrado con su expansión en un declive de
cantidades y variedades. La expansión trajo nuevos sabores que no se
correspondían con la filosofía de sándwiches con crema que la cadena había
mantenido desde el principio. Para mí el principio del fin, el punto de no
retorno, fue el cierre del emblemático Peñasco Rodilla de la calle Fuencarral,
la desaparición de los sabinitos, los paté de mar, los peñasco, los deliciosos
de mejillones, y algunos otros que aparecían y desaparecían periódicamente pero
que invitaban a la visita con sorpresa, a la visita a algo diferente.
Al final, el resultado, es que
estamos tirando por la borda un patrimonio de siglos que no tiene parangón en
ningún otro país del mundo. La calidad de nuestros productos, la variedad de
nuestras influencias y la imaginación que la necesidad y el hambre hicieron
aflorar son únicos, como única es la diversidad de gastronomías, todas ellas de
una riqueza inigualable, que han florecido en nuestro territorio nacional.
Hemos decidido, alguien ha
decidido y el estamento oficial mira para otro lado, convertir a nuestro país
en el del jamón, la paella, mal cocinada y maltratada, la tortilla de patata,
de origen belga, el pulpo a feira, mal llamado a la gallega, y el gazpacho, que
en muchos casos no pasa de un agua colorada. Pues nada, a por ello.
Sigamos adorando los quesos y
vinos franceses, que nos permiten fardar de pronunciación y “conocimiento”,
sigamos ensalzando el aceite italiano, español reenvasado, y el vinagre de
Módena, que se come los sabores básicos, sigamos ensalzando la carne japonesa,
aunque en Japón no haya sitio para tantos bueyes como los que pretendidamente
venden, y olvidemos nuestros bueyes de labor, nuestros vinos y vinagres de
altísima calidad, nuestros quesos, asturianos, manchegos, cántabros, gallegos,
andaluces, zamoranos, vascos…, nuestros aceites y nuestro pescado y nuestra
huerta y nuestras carnes y … la madre que nos parió.