No hay nada peor para cualquier
concepto que partir de una definición errónea, porque cualquier posible
discusión, cualquier aporte que se quiera realizar se realizará sobre una base falsa
y por tanto todos los intentos que sobre el particular se hagan serán
estériles.
Y eso es lo que pasa con el
concepto de gastronomía española, bueno, eso no, peor, porque parte de varios
errores que la sumen en un desconocimiento general y todos los pasos encaminados
a potenciarla y darla a conocer se estrellan en el indefectible muro de la
inexactitud.
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Primer error: la inexistencia. Parte del
intento, absurdo, ridículo, políticamente correcto en ciertos tiempos pero
inexacto, de perder el plural. Cuando se perdió la denominación de Reino de las
Españas, bien sonante y plural, se acuño el término España, adusto e inexacto,
y de esta inexactitud partió el concepto que manejan la mayor parte de los
españoles y todos los extranjeros, la Gastronomía Española. Pero este término
no resiste la más superficial de las investigaciones. España es plural,
cultural, étnica y gastronómicamente ya que plurales son sus características
locales y diferentes los tiempos en que se fueron desarrollando. ¿Es acaso equiparable
la gastronomía del Atlántico con la cantábrica? ¿la manchega con la castellana?
¿la extremeña con la catalana? Ni un solo punto en común. Lo que se entiende
como gastronomía española no es más que el compendio de algunos platos
emblemáticos de las distintas cocinas cuya sobreexplotación y falta de rigor
mayoritario en su confección llevan al descrédito global y a la ignorancia,
abandono y práctica desaparición de la inmensa mayoría de los platos que
realmente configuran las gastronomías españolas.
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Segundo error: la identificación. Considerar que
las cocinas españolas pertenecen a la dieta mediterránea. Error de moda y
postureo que sume en el olvido y el descrédito a la inmensa mayoría de las
cocinas españolas, salvo que Canarias pertenezca al Mediterraneo, y Galicia, y
Extremadura, País Vasco, Asturias, Cantabria, Navarra, La Rioja y las Castillas.
No señores, las dietas españolas en general no son dietas mediterráneas porque
el bacalao y el cerdo, que son las materias primas básicas no pertenecen a la
dieta mediterránea, ni la vaca, si me apuran. Ni siquiera la cocina de Jaén o
de Córdoba son mediterráneas, con más influencias manchegas que del sur. Y es
lógico, es históricamente coherente ya que la expansión de la cultura
actualmente dominante, la cristiana, se produce de norte a sur y las
repoblaciones y expulsiones hacen que esas cocinas del norte vayan dominando y encontrando
su adaptación a los nuevos territorios.
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Tercer error: la simplificación. Error léxico
que parte del error del concepto y que lleva a un todo vale. Todos los arroces
se llaman paella. El pulpo al estilo de la feria se llama a la gallega, que es
otra cosa. El cocido es el madrileño. La tortilla española es belga mientras la
auténtica tortilla española se denomina francesa. El gazpacho solo existe el más
elemental y básico. El bacalao solo se come en el norte cantábrico o en Portugal,
dejando de lado los ajos del centro de la península y los ajoarrieros que salpican
Navarra, Aragón, y Castilla, sin olvidar Galicia. Y así cada una de esas, ahora
ya, entelequias que componen la entelequia mayor
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Cuarto error: la permisividad y el descontrol. Nadie
vela por la pureza, aunque sea una pureza razonable, ni la autenticidad de lo
ofrecido en los bares y restaurantes en los que los extranjeros bregan con
pastiches que no les pondríamos ni a nuestras mascotas. Y, y esa es la
desgracia, a pesar de todo les gusta. Auténtica paella de beicon y queso. Cocido
madrileño que solo ha tenido un vuelco, el de la marmita en el fuego. Callos
industriales que saben a conservante. Pasta de arroz de color amarillo con
sabor a cabeza de gamba conservada con amoniaco. Pulpo sobre cocido con la piel
desprendida, cortado posiblemente con sierra y aliñado con polvo rojo y mucha
saña. No importan los ingredientes, no importan las elaboraciones, no importa
ni siquiera la apariencia, los extranjeros, y muchos nacionales, comen lo que
les pongan y, si además es caro, se van tan contentos.
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Quinto error: la dejación. Todo lo que viene de
fuera es mejor que lo propio. Por eso comemos purés en vez de cremas o ajos. Por
eso comemos patés en vez de pastas, cachuelas o ajos. Por eso comemos consomés
en vez de los deliciosos consumados que los franceses descubrieron de paso que
se daban un paseo militar por nuestro país. Por eso comemos crepes en vez de
filloas o formigos. Por eso aliñamos con vinagre de Módena que mata todos los
sabores en vez de con vinagre de Jerez, de Rioja o de la viña de las fueras de
nuestra casa. Por eso comemos pizzas en vez de cocas o empanadas. Por eso hemos
puesto de moda los rissotos, pesados y monocordes, en vez de promocionar los
miles de exquisitos y variados arroces que se extienden por toda nuestra
geografía. Por eso comemos hamburguesas en vez de fardeles o figatells. Por eso
le llamamos mayonesa a la mahonesa. Por eso bebemos snaps alemanes de dudosa
calidad en vez de nuestros licores y aguardientes. Por eso ponemos de moda el
gin tonic y miramos con extrañeza la palomita o al mismísimo anís. Por eso,
porque al fin y al cabo, lo nacional es solo para paletos y no nos permite
lucirnos.
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Sexto error: Las cocinas. Si, la cocina espectáculo,
la cocina de autor, la cocina de mamarracho que se cree autor y solo justifica
su existencia cobrando mucho para encubrir su absoluta falta de calidad y
creatividad. Toda esa galaxia de cocineros, y el que se pique es que come ajos,
que olvidan las raíces o que las pervierten. Más interesados en la creación de
una élite gustativa que en la preservación de una memoria cultural que
pertenece a las clases populares, y que crean una extraña amalgama de gente de
fino paladar, la élite buscada, e imitadores, los más e imprescindibles para
sostener económicamente el chiringuito, que se han dejado el paladar en casa y
lo sustituyen por la cartera.
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Séptimo error: la formación. En un país con la
riqueza gastronómico-cultural del nuestro sería muy de agradecer que se pudiera
estudiar la riqueza de la cocina local y del entorno, como mínimo, no para
aprobar y suspender, no, si no para probar y sorprender, para enseñar cómo y
por qué se come, cuando, cuanto, la ligazón de la comida con las costumbres.
Los sabores tradicionales y la vida que los hizo posibles. Evitar que nuestros
hijos se acostumbren, y se atiborren,
con comidas que no les aportan nada
cultural, gastronómica, ni metabólicamente y llevan a una salud deficitaria.
Enseñar desde la escuela hábitos alimenticios sanos, productos de proximidad,
productos estacionales. Algo así como alimentación: historia y salud. Algo tan
elemental como por que pedir merluza en La Mancha o perdiz en Cádiz no deben de
ser las opciones principales.
Hay más errores. Seguro que usted
me añadiría unos cuantos, pero tampoco es cosa de que escribamos un libro. O sí,
pero no es el momento. Al fin y al cabo esto seguramente no es más que una
pataleta. Y además nos queda el jamón. El jamón y las tapas. De momento.