La dilapidación del
patrimonio cultural de nuestro país, en ciertas áreas, está rozando el límite
de lo irrecuperable y, en breves años, será patéticamente irreversible.
La absoluta dejación de los poderes públicos, el desinterés
general de lo popular y los intereses espúreos de empresas del sector está
abocando a la gastronomía popular española, posiblemente la más rica, variada e
imaginativa del mundo, a su desmantelamiento por olvido, por dejación, por
imposición del interés de otros países menos afortunados que nos llevan a su
ignorancia y, posiblemente, su posterior apropiación.
Hemos entregado los canales de distribución, lo que se llama
la comercialización, a empresas de países fronterizos empeñadas en imponer sus
productos, muchas veces de menor calidad, en nuestros canales de
comercialización y llevarse los nuestros a otros lugares donde son más
apreciados y sin duda más valorados.
Por eso, y no por otro motivo, comemos tomates de madera, naranjas insulsas,
quesos de masilla, ¿miel? China y pescado africano. Por eso, y por algún otro
motivo, nuestras angulas, nuestro atún y nuestras mejores frutas y hortalizas
debemos de ir a buscarlas, a comerlas, a
Japón, a Francia o a la Conchinchina.
Y ¿la gente que hace?
Pues comer lo malo y quejarse, resignadamente, de lo malo y lo caro que está
todo. Y ¿Lo público que hace? Favorecer a los amigos mediante normas y leyes
que penalizan al pequeño productor, al artesano, que intenta salir de la
mediocridad general y buscar canales alternativos, imaginativos, directos al
consumidor. Y, supongo, llegado el momento compartir los beneficios de las
medidas tomadas por “el bien y la salud” de aquellos en cuyo nombre gobiernan y
por cuyo interés deberían de velar.
Como resultas de todo ello España se está convirtiendo en el
paraíso de la comida basura industrial, sintética, insana.
La miel española se almacena sin comercialización posible
mientras se importan barcos y barcos de
un producto meloso procedente del país
asiático que se etiqueta como miel pero que dudo que pasase los
controles mínimos de identidad. Los quesos asturianos, cántabros gallegos,
manchegos, andaluces, castellanos, son suplantados en las tiendas por masillas
industriales de sabor indefinido mientras se promocionan, también debido a la
estupidez nacional, quesos franceses, holandeses, suizos o italianos que tienen mucho que envidiar a los
nuestros. Eso sí, si uno quiere tener un cierto prestigio “gastronomil” tiene
que saber muchos nombres en francés y manejar una billetera de un cierto
calibre para asegurar su presencia en los locales que los pagados críticos
gastronómicos de prestigio recomiendan.
Por eso nuestros jóvenes llenan sus noches de licores de
hierbas alemanes, industriales, llenos de química, mientras a los pequeños
artesanos gallegos productores de aguardientes de calidad, de tradición,
absolutamente naturales, el estado los destroza con multas impagables y que
deberían considerarse vergonzosas, injustas, abusivas, malintencionadas.
Por eso, seguramente, y por muchas cosas más de carácter innombrable, ya no nos
acordamos de cuál era el sabor de la España de nuestros abuelos, a que sabe un
queso auténtico, que aspecto tiene un
pescado fresco, o cual es la época de consumo de ningún producto,
porque, oh maravilla¡, los productos del campo, del mar, los frescos, los
de verdad, tienen una época óptima de
consumo, unos tiempos óptimos de maduración o engorde, una ventana concreta
para alcanzar su momento idóneo para el consumo.
Y si todo lo anterior es ya, de por sí, desmoralizante, la
degradación, el olvido, la dejación oficial sobre la protección del patrimonio
gastronómico-cultural que nuestra historia nos ha legado, raya en lo delictivo.
¿Cómo es posible asistir a la ignominia de ver como
cualquier local para guiris se apropia, pervierte y degrada los platos más
emblemáticos de nuestra tradición? ¿Cómo podemos asistir impasibles al engaño
sistemático y sistematizado que las cartas de la mayoría de locales de nuestra
geografía sobre el origen, el nombre o la edad de lo que nos ofrecen? ¿De dónde
salen todos los corderos lechales que a
diario se asan en nuestra geografía? ¿De qué extraña raza son con casi un metro de alzada en algunos casos
y fuera de época de parición? ¿Cuántos españoles, incluidos los valencianos,
han logrado comer una paella valenciana? No, no arroz al horno, no arroz en
paella, no esos pastiches precocinados con marca que ofrecen en locales para turistas. No, auténtica
paella valenciana. Pocos, muy pocos.
¿Qué extraño proceso psicológico han sufrido esos pescados expuestos
en los establecimientos comercializadores con la etiqueta de frescos del día de
la lonja de da igual donde, de ojos hundidos, agallas descoloridas y piel
mortecina, cuando no sin cabeza ni piel,
que parecen deprimidos y me deprimen a mí
al contemplarlos?
¿Cuántos de los que están leyendo esto han comido
chanquetes? No, eso que le han dicho que son chanquetes, no, los de verdad, los que se compran a escondidas y
hay que pagar con cheque porque no hay suelto suficiente. Eso que usted ha
comido son unos insípidos peces asiáticos para incautos. El chanquete, el
auténtico, está prohibido, y es prácticamente imposible de conseguir salvo que
tengas algún amigo pescador o con un amigo pescador. Eso que le han ofrecido
con maneras de mafioso de telefilm no es chanquete, es un bodrio engañabobos en
este mercado en el que todo vale.
¿Hasta cuándo vamos a asistir impertérritos al cierre de
tabernas, casas de comidas, pequeños negocios familiares de restauración,
sustituidos, suplantados, ahogados, por franquicias de dudosa calidad, de
dudosa intención, de perversión
sistemática del producto y de su elaboración?
¿Cuántos de los que esto leen saben, incluidos los gallegos,
cual es la diferencia entre el pulpo
a’feira, que nos sirven, y el pulpo a la gallega que nos ofrecen? Sí, hombre, si, son distintos,
y no, hombre, no, la diferencia no son los cachelos, ni siquiera las
patatas cocidas a las que los “listos” de rigor llaman cachelos sin saber de
qué están hablando. La diferencia es que se preparan de diferente manera, con
distinta técnica.
¿Para cuándo, estúpida pregunta, el mínimo interés necesario
para promulgar una ley de etiquetado clara, convincente, que facilite una ley
de protección de las gastronomía tradicional española y de sus consumidores? Y
si fuera necesario, que no lo dudo, una suerte de cuerpo de inspección de su cumplimiento.
Sí, claro, yo también lo veo. Yo también estoy viendo los
ojillos brillantes del técnico fiscal de turno. Pero yo no hablo de eso, no estoy hablando de una ley recaudatoria y
de una licencia más para el amiguismo y el mangoneo. Yo intentaba proponer una
ley de preservación y pureza. Ahí es ná. Aunque sea imitando iniciativas
parecidas que ya funcionan en Francia. Porque la imitación de los que quieren
y no tienen se nos da mejor que salvar
lo que tenemos y ellos quieren.
Acordémonos de que
llamamos consomés a los consumados, patés los ajos, los cocinados no los
cultivados, y mayonesa a la mahonesa,
por poner solo algunos ejemplos. Bendito país. País S.A. Celtiberia Show en su
máxima expresión.
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