domingo, 5 de julio de 2020

Unas gotas de esperanza


Cualquiera que haya leído mis reflexiones sobre el tema de la gastronomía en España puede haber llegado a la errónea conclusión de que soy un pesimista, un cenizo, pero la verdad es que no paso de fatalista, conceptos que a veces se confunden.
El pesimista solo ve la parte negativa de una cuestión, el fatalista anticipa la más negativa de las posibilidades en busca de una reacción que la evite. Yo he sido fatalista cuando he comentado el cierre de establecimientos emblemáticos o ante leyes que favorecían a las grandes industrias frente a los pequeños productores, como en el caso del aceite envasado en los bares y restaurantes.
Pero como fatalista, y no pesimista, es mi obligación celebrar mis equivocaciones, festejar la reaparición de los lugares que nunca deberían de haberse perdido y compartir las alegrías que de forma inesperada irrumpen en el panorama de un consumo de temporada y cercanía.
Ya sé que lo siguiente que voy a decir va a epatar a los puristas de turno, a los puritanos profesionales de nuevo cuño, pero creo que la frase es exacta y correcta: la pandemia ha corregido ciertas derivas y ha puesto en valor la temporalidad y la cercanía de la producción en el ámbito alimentario. Y en el alimenticio.
Han proliferado, y ojalá se asienten, las iniciativas de pequeños productores, lonjas y cooperativas que han creado un canal alternativo de distribución del producto que deja al margen a los grandes distribuidores y a la comercialización impersonal.
Ya es posible, y cada vez más fácil y fiable, comprar directamente el pescado a la lonja que lo recoge directamente de los pescadores, comprar directamente a la almazara, a la cooperativa o al agricultor que mediante las nuevas tecnologías facilita el acceso directo del consumidor final a la producción del día o de la temporada. Mediante las nuevas tecnologías o buscando la venta directa, a pié de campo, a golpe de azada.
Recuerdo con añoranza, con la añoranza de la calidad que no siempre consigues, aquella pequeña tienda de Verín, cerca del hospital, a la que siempre que podía iba a comparar patatas. Recuerdo con nostalgia como, si iba en la época adecuada, al pedir patatas la señora cogía un capazo y el sacho y se iba al campo de atrás a sacar en ese momento las patatas que le habías pedido. No hay nada más delicioso que la fruta arrancada para el mordisco o la patata recolectada en el momento. No hay nada más fresco y delicioso que el pescado cogido justo antes de su consumo. No hay nada más gratificante que unas hortalizas aún húmedas de su último riego, con ese verde reciente que pretenden recrear humedades muy posteriores, preservar cámaras de estancia infinita.
Porque tampoco, cuando voy por el campo, me paro a considerar si la fruta está sucia, o tiene golpes o picotazos, ni se me ocurre pensar si habrá sido tratada con insecticidas perjudiciales, simplemente alargo la mano, la cojo y me la llevo a la boca para percibir el sabor que tiene lo que ha madurado en su rama, en su bancal, y con el sol justo para que su azúcar pase a mi boca. Nunca me ha sucedido, en el campo, que una fruta cogida hoy mañana esté inservible, pasada, pocha, como esas brujas de cuento que, pasado el hechizo, revierten en instantes de doncellas de ensueño en ancianas encorvadas y plisadas, como me sucede con las frutas compradas en los canales oficiales.
Es verdad que esta forma de comparar, de consumir, no nos permite tener de todo en todo momento. Vale, pero habría que pensar si con la alternativa de cámara y grandes distribuciones sí lo teníamos. ¿Eran tomates esos palos rojos sin sabor, sin pulpa, sin jugo? ¿Eran melocotones esos sin aroma y sin sabor? ¿Se pueden llamar melones a esos pepinos que solo tienen la forma? ¿Son patatas esas que solo sirven para cocer, o para freír, o para asar? Y mejor no hablemos de los pescados con grasas extrañas, de las carnes que se deshacen en espumas y jugos infectos, intolerables, al acercarlas a la cocina, a las leches que en la boca no pasan de agua blanca, a los productos llenos de ingredientes nocivos identificados con números y fórmulas incomprensibles, por no hablar de los productos genéticamente alterados o los producidos de forma artificial, a los preparados de laboratorio.
Será bueno apoyar estas nuevas iniciativas, bueno para ellos, bueno para nosotros, bueno para nuestra salud.
Yo ya hace años que allá donde voy visito, por igual, las iglesias y los mercados. De las primeras vuelvo con la retina llena de belleza y asombro por trabajos imposibles hoy en día. De los segundos suelo volver con un cargamento de productos propios de la zona, frescos, imposibles de conseguir fuera de su ámbito de cercanía. Quesos, pescados, carnes, dulces, frutas, que de otra forma nunca llegaría a lograr degustar en su punto correcto.
No puedo terminar esta reflexión sin celebrar la vuelta a la vida de dos lugares que, para mí, son templos en su especialidad: El Martinot, en Valencia y La Ibense, en Orense. Si el primero es ese lugar en el que el arroz sabe a ¿tradición?, ¿Leña?, ¿Hierro? , a arroz de otros tiempos, de cocinas populares, familiares, de albufera y productos de casa, el segundo recupera ese sabor de los helados de mantecado y chocolate imprescindible para saber cómo tienen que saber los helados de siempre, aquellos helados que han creado una tradición gustativa que ha traspasado su ámbito cercano y las generaciones.
Es curiosa, por no sospechada, por improbable, la ancestral relación de Orense con el chocolate. Una relación que arranca con los primero chocolates fabricados en el monasterio de Osera y que llega a nuestros días de la mano de Chocolates Chaparro o de las tiendas de Fina Rey. Recuerdo, como anécdota, que cayó en mis manos un libro de gastronomía de los años veinte que nombraba un producto emblemático por cada provincia; curiosamente en Orense no se hablaba del cerdo, del pulpo o de las empanadas, en Orense se nombraba el chocolate. Como en el circo, en este caso, solo me queda decir: “Pasen y prueben”, el gusto, el buen gusto, experimentado da y quita razones.