Cualquiera que haya leído mis
reflexiones sobre el tema de la gastronomía en España puede haber llegado a la
errónea conclusión de que soy un pesimista, un cenizo, pero la verdad es que no
paso de fatalista, conceptos que a veces se confunden.
El pesimista solo ve la parte
negativa de una cuestión, el fatalista anticipa la más negativa de las
posibilidades en busca de una reacción que la evite. Yo he sido fatalista
cuando he comentado el cierre de establecimientos emblemáticos o ante leyes que
favorecían a las grandes industrias frente a los pequeños productores, como en
el caso del aceite envasado en los bares y restaurantes.
Pero como fatalista, y no
pesimista, es mi obligación celebrar mis equivocaciones, festejar la
reaparición de los lugares que nunca deberían de haberse perdido y compartir
las alegrías que de forma inesperada irrumpen en el panorama de un consumo de
temporada y cercanía.
Ya sé que lo siguiente que voy a
decir va a epatar a los puristas de turno, a los puritanos profesionales de
nuevo cuño, pero creo que la frase es exacta y correcta: la pandemia ha
corregido ciertas derivas y ha puesto en valor la temporalidad y la cercanía de
la producción en el ámbito alimentario. Y en el alimenticio.
Han proliferado, y ojalá se
asienten, las iniciativas de pequeños productores, lonjas y cooperativas que
han creado un canal alternativo de distribución del producto que deja al margen
a los grandes distribuidores y a la comercialización impersonal.
Ya es posible, y cada vez más
fácil y fiable, comprar directamente el pescado a la lonja que lo recoge
directamente de los pescadores, comprar directamente a la almazara, a la
cooperativa o al agricultor que mediante las nuevas tecnologías facilita el
acceso directo del consumidor final a la producción del día o de la temporada.
Mediante las nuevas tecnologías o buscando la venta directa, a pié de campo, a
golpe de azada.
Recuerdo con añoranza, con la
añoranza de la calidad que no siempre consigues, aquella pequeña tienda de Verín,
cerca del hospital, a la que siempre que podía iba a comparar patatas. Recuerdo
con nostalgia como, si iba en la época adecuada, al pedir patatas la señora
cogía un capazo y el sacho y se iba al campo de atrás a sacar en ese momento
las patatas que le habías pedido. No hay nada más delicioso que la fruta
arrancada para el mordisco o la patata recolectada en el momento. No hay nada
más fresco y delicioso que el pescado cogido justo antes de su consumo. No hay
nada más gratificante que unas hortalizas aún húmedas de su último riego, con
ese verde reciente que pretenden recrear humedades muy posteriores, preservar
cámaras de estancia infinita.
Porque tampoco, cuando voy por el
campo, me paro a considerar si la fruta está sucia, o tiene golpes o picotazos,
ni se me ocurre pensar si habrá sido tratada con insecticidas perjudiciales,
simplemente alargo la mano, la cojo y me la llevo a la boca para percibir el
sabor que tiene lo que ha madurado en su rama, en su bancal, y con el sol justo
para que su azúcar pase a mi boca. Nunca me ha sucedido, en el campo, que una
fruta cogida hoy mañana esté inservible, pasada, pocha, como esas brujas de
cuento que, pasado el hechizo, revierten en instantes de doncellas de ensueño
en ancianas encorvadas y plisadas, como me sucede con las frutas compradas en
los canales oficiales.
Es verdad que esta forma de
comparar, de consumir, no nos permite tener de todo en todo momento. Vale, pero
habría que pensar si con la alternativa de cámara y grandes distribuciones sí lo
teníamos. ¿Eran tomates esos palos rojos sin sabor, sin pulpa, sin jugo? ¿Eran
melocotones esos sin aroma y sin sabor? ¿Se pueden llamar melones a esos
pepinos que solo tienen la forma? ¿Son patatas esas que solo sirven para cocer,
o para freír, o para asar? Y mejor no hablemos de los pescados con grasas
extrañas, de las carnes que se deshacen en espumas y jugos infectos,
intolerables, al acercarlas a la cocina, a las leches que en la boca no pasan
de agua blanca, a los productos llenos de ingredientes nocivos identificados
con números y fórmulas incomprensibles, por no hablar de los productos
genéticamente alterados o los producidos de forma artificial, a los preparados
de laboratorio.
Será bueno apoyar estas nuevas
iniciativas, bueno para ellos, bueno para nosotros, bueno para nuestra salud.
Yo ya hace años que allá donde
voy visito, por igual, las iglesias y los mercados. De las primeras vuelvo con
la retina llena de belleza y asombro por trabajos imposibles hoy en día. De los
segundos suelo volver con un cargamento de productos propios de la zona,
frescos, imposibles de conseguir fuera de su ámbito de cercanía. Quesos,
pescados, carnes, dulces, frutas, que de otra forma nunca llegaría a lograr
degustar en su punto correcto.
No puedo terminar esta reflexión
sin celebrar la vuelta a la vida de dos lugares que, para mí, son templos en su
especialidad: El Martinot, en Valencia y La Ibense, en Orense. Si el primero es
ese lugar en el que el arroz sabe a ¿tradición?, ¿Leña?, ¿Hierro? , a arroz de
otros tiempos, de cocinas populares, familiares, de albufera y productos de
casa, el segundo recupera ese sabor de los helados de mantecado y chocolate
imprescindible para saber cómo tienen que saber los helados de siempre,
aquellos helados que han creado una tradición gustativa que ha traspasado su
ámbito cercano y las generaciones.
Es curiosa, por no sospechada,
por improbable, la ancestral relación de Orense con el chocolate. Una relación
que arranca con los primero chocolates fabricados en el monasterio de Osera y
que llega a nuestros días de la mano de Chocolates Chaparro o de las tiendas de
Fina Rey. Recuerdo, como anécdota, que cayó en mis manos un libro de
gastronomía de los años veinte que nombraba un producto emblemático por cada
provincia; curiosamente en Orense no se hablaba del cerdo, del pulpo o de las
empanadas, en Orense se nombraba el chocolate. Como en el circo, en este caso,
solo me queda decir: “Pasen y prueben”, el gusto, el buen gusto, experimentado
da y quita razones.