Tal vez algunos me tachen de
alarmista pero me gusta contar las cosas
como las veo. Como las vivo en realidad, en mi cotidianeidad. Las gastronomías
tradicionales españolas –sí, así, en plural-, las cocinas españolas de toda la
vida –sí, así, en plural- están en
proceso de extinción mientras en las grandes guías y en las instituciones
oficiales se recrean en grandes cocineros, en estrellas de guías mediaáticas y
en páginas web semioficiales que deberían de producir vergüenza ajena por su
afán comercial y su desinformación.
Llevo meses rumiando esta
certeza, observando con creciente pavor, con certeza espantada, los síntomas
que dan lugar finalmente a esta sentida, desesperada y desesperanzada reflexión
escrita. Y a cada día que pasa los síntomas, las realidades, se agravan en un
camino con difícil vuelta atrás.
Nos falla la educación, nos falla
la sociología y nos falla el interés. Y la conjunción de estos tres fallos nos
puede llevar directamente al colapso, a la pérdida irreparable de recetas
tradicionales que no van a resistir, que no han resistido, la competencia de
cocinas extranjeras, o nacional-creativas, y la indiferencia, cuando no
agresión directa, de los estamentos oficiales que ni siquiera sabrán de que
estoy hablando. No digamos ya de las razones de mis quejas.
Nos falla la educación que se
manifiesta en una permisividad suicida. Todo vale porque al fin y al cabo lo
importante es lo que vende y no la herencia cultural que pueda llevar
aparejada. Así que no pasa nada si le llamamos gazpacho a un agua sospechosa
con tomate flotando, si le llamamos mahonesa a algo que no conoce el huevo,
paella a cualquier arroz que sea de color amarillo o anunciamos un pulpo a la
gallega cuando nos sirven un pulpo “a feira” – curiosamente en inglés en
algunas cartas viene perfectamente denominado-. Y esto sucede porque nadie nos
ha enseñado, porque nadie se ha preocupado, ni se preocupa, de enseñarnos que
la gastronomía es una parte fundamental de la cultura, porque nadie se ha
molestado, ni se molesta, en explicarnos que igual que un cuadro hay que
restaurarlo con la misma técnica y materiales que el original un plato de
cocina exige los tiempos, los fuegos, los ingredientes que originalmente se
usaban. Y porque nadie se ha planteado, ni se plantea, crear un sistema de
protección, de autentificación, de las denominaciones tradicionales de las
cocinas españolas. Seguramente ni da dinero, en plan recaudatorio, ni da fama,
ni da estrellas de ninguna guía, sea nacional o extranjera.
Nos falla la educación porque
nuestros hijos, la mayoría, ignoran, e incluso desprecian, lo que comían sus
abuelos. Y lo ignoran y lo desprecian porque no han tenido la oportunidad de
saborearlo, de vivir las tradiciones y calendarios que colocaban esas
exquisiteces en la mesa del pueblo o al pie del árbol o en la parada en el camino. Nadie les ha explicado, les
explica, que esos sabores son una parte de ellos mismos, esa parte que explica
la economía y los tiempos de producción que marcaban los ritmos vitales de los
pueblos. Que hace años no existían los hipermercados y comer, sobrevivir,
dependía de lo que producías. Que los sabores existen más allá, a pesar, de
comidas prefabricadas y alimentos sin sustancia por procesos productivos de
explotación masiva.
Nos falla la sociología, o la
sociopolítica, o el flujo poblacional, que, al fin y a la postre, me importa un
bledo como se quiera denominar, porque lo que si me importa son sus
consecuencias. Y la consecuencia real es que los pueblos se van quedando sin
pobladores- Que las viejas cocineras se van perdiendo con el tiempo y las
nuevas ya no respetan, ya no pueden respetar porque los tiempos y las leyes no
lo permiten, las viejas fórmulas que preservarían tantos siglos de conocimiento
culinario, tantos siglos de necesidades, de festividades, de ciclos productivos
que marcaban que comer en cada momento.
Me falla la sociología, o la
sociopolítica, o el flujo poblacional, que al fin y al cabo me importa un
ardite como se quiera denominar, porque lo que si me importa es que en las
casas de comidas, en los bares, las viejas cocineras locales van siendo
sustituidas por cocineras foráneas que, sin quitarles mérito, calidad, ni
esfuerzo, no son parte del ciclo cultural evolutivo de lo que están cocinando y
caen a veces en tentaciones, en ocasiones muy leves, en otras ocasiones no
tanto, de revisar o sustituir ingredientes que desvirtúan la esencia de lo
cocinado. Por ejemplo: no se pueden cocinar unas patatas a la riojana con
chorizo ibérico, no son lo mismo aunque puedan estar buenas o incluso mejores,
serán otras patatas diferentes. No se puede sustituir en la cocina almeriense
la longaniza local porque el sabor obtenido sería otro y así para prácticamente
cada plato, pueblo, provincia o región. Cada una tiene su sabor y hay que
intentar respetarlo.
Y nos falla finalmente el
interés. Nos falla el apoyo de las instituciones y organismos que deberían de
velar por la preservación de esta herencia cultural. Por su divulgación y
expansión que es la mejor forma de preservación que existe.
Nos falla el interés porque
recorriendo las ciudades españolas en visto en todas creperies, hamburgueserías
y pizzerías, pero aquellos que las utilizaban ignoraban lo que eran, o nunca
habían probado, las filloas, los frisuelos, los fardeles o los figatells. He
visto comprar en las tiendas e hipermercados patés a quienes no han oído ni
siquiera hablar del ajipuerco o la cachuela. He recorrido panaderías y
pastelerías levantinas donde se vendían pizzas a diario pero no había cocas
salvo los fines de semana. He visto como al lado de heladerías tradicionales de
excepcional calidad la juventud acudía a franquicias de llamativos colores y
una muy inferior calidad. He sufrido en
restaurantes españoles que me ofrezcan un sinfín de ginebras pero no sepan lo
que es una palomita y ni siquiera tengan anís para prepararla. Sufro
continuamente en los bares y restaurantes cierta marca de vermouth extranjero
que acapara el mercado en detrimento de marcas españolas de mayor calidad y
mejor precio. Y seguro que no lo he visto, oído, ni observado todo. Pero si lo
suficiente.
Tal vez algunos me tachen de
alarmista, de agorero, pero si nadie lo remedia a la vuelta de unos años
podremos ir tachando de nuestra memoria, uno a uno, o en bloques, los platos
que comieron nuestros abuelos, y de paso los pueblos y tradiciones que dieron
lugar a su creación. Y ese día seremos un poco más pobres, un poco menos
satisfechos, un poco más “extranjeros”.