Seguramente no pasa de ser una
sensación, pero en todo caso una sensación incómoda. Cada paso que da el
progreso parece atentar indefectiblemente contra la gastronomía tradicional,
parece significar el retroceso de dos pasos para la memoria de la cocina de
toda la vida. Hablo de España, claro.
Un ejemplo claro, meridiano,
indiscutible y patético es el de los desplazamientos por carretera. ¿Se han
fijado que por cada tramo de carretera convencional que es sustituida por uno
de autopista o autovía significa el cierre de los clásicos bares de carretera
que son reemplazados por áreas de servicios intercambiables, franquicias
construidas en serie y cuyas cartas son sospechosamente iguales como iguales
son los plásticos con los que parecen fabricadas sus viandas?
Los emblemáticos lugares en los
que todo viajero que se preciase paraba año tras año para comer aquel pepito,
aquel bocadillo de chorizo, de jamón, de queso del lugar, aquellas migas,
gachas o torreznos, que imprimían memoria del gusto y esperanza del retorno van
siendo construcciones fantasma en carreteras sin apenas servicio, o viven de
los que, gracias a nuestra pasada memoria, nos desviamos de la ruta principal
para seguir accediendo a sus delicias, si es que aún están abiertos.
Lugares como Casa Maragato en
Busdongo, Casa Oscar en La Gudiña, Xatomé en La Cañiza o La Despensa Manchega
en la antigua y semidesértica carretera de Albacete, pertenecen a la memoria de
los viajeros que hacían de su visita descanso y disfrute por partes iguales.
He mencionado cuatro de las
seguramente más de cuatro mil que la memoria colectiva permitiría relacionar.
He mencionado cuatro que me son especialmente afectas y que perviven en mi recuerdo
personal pero que sé que no son únicas.
De las cuatro mencionadas tres siguen funcionando
regularmente, pero La Despensa Manchega, aquel bar de carretera donde aparcar
era una odisea, donde no sé cuántos jamones, quesos manchegos, kilos de chuleta
de cordero y bollas de pan candeal se despachaban al cabo del día, aquel en el
que los porrones estaban colgados sobre la barra para dar un trago ocasional de
vino en lo que esperabas las viandas solicitadas, está cerrado, o al menos lo
está temporalmente.
Ahora vamos por mejores
carreteras. No tomamos un trago de vino por miedo, si por miedo no por convicción,
a que nos hagan un control de alcoholemia, y comemos alimentos industriales que
no saben a nada de paso que paramos a echar gasolina.
Habrá quien diga que es el precio
del progreso, de la seguridad, de la civilización. Habrá quien lo diga, sí,
pero no seré yo. Yo seguiré viendo, al pasar, los fantasmas de los viejos
lugares, conservaré en mis sentidos, el gusto, el olfato de las viandas de
antaño, los aromas de la matanza de casa, la capacidad de distinguir de que
vecino era el chorizo, el vino, el
aguardiente, e intentaré poner los medios a mi alcance para preservar la
memoria de una época, de una cultura, en la que cocinar era el arte de la
necesidad y se respetaban los tiempos, los de cocinar y los de producción, las
memorias y a los que comían.
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