martes, 8 de diciembre de 2015

Gastonomía Española, Un Disparate

Yo siempre entendí la gastronomía como “el estudio de la relación del hombre con su alimentación y su medio ambiente o entorno” o, en mis palabras, el estudio del  compendio de técnicas, costumbres y materias primas que daban lugar a unos hábitos alimenticios propios de una zona o lugar. O sea que gastrónomo era aquel que estudiaba lo que se cocinaba en algún lugar, con qué, cuál era su origen, cuál su evolución, a que costumbres o festividades estaba ligado... Así que cuando yo explicaba en algún lugar que era aficionado a la gastronomía e inmediatamente me preguntaban cual era mi receta favorita a la hora de meterme en la cocina, yo, tonto de mí, cada vez menos pacientemente, explicaba que no soy cocinero, que soy aficionado a la gastronomía y a degustar sus resultados. Y, claro, me miraban raro, como diciendo: “este no sabe de lo que habla”. Y yo a ellos:  ”ya estamos con lo de siempre”.
Así que con toda la indignación acumulada de años y explicaciones me he sentado esta mañana ante el teclado de mi ordenador con la clara intención de mostrar mi exaltado estado de ánimo con la expresión, según yo desafortunada por inexistente, “gastronomía española”. Lo primero que he hecho ha sido consultar el DRAE. Lo primero y lo único durante horas ya que lo que me he encontrado que es para la Rae la gastronomía hace que el tal término sea una capacidad técnica, en unos casos hábil y en otras picaresca, y no una ciencia o materia de estudio como yo pensaba que era.
Porque los significados que la RAE recoge para la entrada “gastronomía” son:
1. f. Arte de preparar una buena comida. -O sea cocinero-.
2. f. Afición a comer regaladamente. -O sea gorrón o tripero-.
Dado el disparate, según mi leal saber y entender, decidí comprobar que era entonces, según la RAE claro, un gastrónomo. Y ya acabé de liarme, porque según tan respetable institución “gastrónomo” es:
1. m. y f. Persona entendida en gastronomía. -No precisa, ni insinúa, si cocinero, o gorrón de cocina, o indistintamente, o ambas cosas-.
2. m. y f. Persona aficionada a las comidas exquisitas. – O sea visitante de restaurantes con estrellas francesas, o similares-.
Llegado a este punto decidí asomarme a la página de la Real Academia de Gastronomía y leí: “La Real Academia de Gastronomía se fundamenta en la convicción de que la gastronomía es un componente esencial de la cultura española, además de una fuente permanente de riqueza y creatividad”. Y realicé un experimento, aplicar el método matemático de la sustitución para la resolución de ecuaciones en algunas de sus entradas. Traduciendo según el RAE donde decía “Primera promoción del Curso de Experto Universitario en Gastronomía” se referiría a que había una promoción de universitarios que habían estudiado para artistas de los fogones, gorrones de cocina y/o comedores exquisitos. No me lo creo. Me niego a creer que semejantes habilidades, sobre todo la de gorrón de cocina o tripero exquisito puedan ser objeto de interés o título universitario
Yo sigo teniendo claro que puede haber gastrónomos gorrones, aunque me niego a pensar que sean ni siquiera la mayoría. Y triperos, estos más abundantes. Y sigo teniendo claro que he conocido muchas personas con arte en la cocina, de mi familia, de la familia de mis amigos, de mi familia política, que ni sabían lo que era gastronomía ni les importaba. Que su único interés en los fogones era dar de comer a los suyos lo mejor posible con los recursos que tenían a su alcance, escasos muchas veces, y usaban la imaginación para sacar una exquisitez de unos restos, si los había, y una virtud de una necesidad. Ni sabían lo que era la baja temperatura, ni la crionización con nitrógeno y el soplete era un útil para fontaneros. Eran, algunos quedan, cocineras, cocineros, responsables de la alimentación y supervivencia de los suyos y eran buenas cocineras, cocineros. Maravillosas cocineras, cocineros, que no salían en la televisión, ni escribían libros, ni confeccionaban menús espectáculo de 200 euros por cabeza. Patata, harina, bacalao, matanza y lo que pillaran de su huerto o de los vecinos. Y tradición, mucha tradición. Recetas heredadas por generaciones, comidas por generaciones, con sabores y olores que impregnaban la vida de los que tenían la dicha de disfrutarlos. Con aromas que hablaban de un lugar, de una fecha, de unos paisajes y unas personas.
Yo a esas cocineras, y cocineros, no les llamaría gastrónomas aunque si artistas. Yo a esas cocineras, y cocineros, no les faltaría al respeto llamándoles gastrónomas, aunque su labor si es digna de recordarse y de que los señores académicos de aquí y de allá muestren un mínimo de pudor ante siglos de necesidad y de imaginación y se pongan al menos de acuerdo a la hora de definir un término que todos tenemos bastante claro. Un cocinero es un cocinero, un gorrón es otra cosa y un gastrónomo es un estudioso de la gastronomía –lo que yo entiendo por gastronomía-, un apasionado de la cultura y puede que no haya pisado una cocina en su vida, al menos para usarla.
Y así, burla, burlando, he llegado a la misma conclusión que inicialmente tenía, pero por caminos diferentes. La llamada gastronomía española no existe. ¿Cómo va a existir si en nuestro idioma no se reconoce la acepción de término? ¿Cómo va a existir si ni siquiera sabríamos decir a ciencia cierta lo que es español y lo que queda fuera? Pero esa es otra historia.

 Y esta un disparate

sábado, 17 de octubre de 2015

Dos Pasitos P'atràs

Seguramente no pasa de ser una sensación, pero en todo caso una sensación incómoda. Cada paso que da el progreso parece atentar indefectiblemente contra la gastronomía tradicional, parece significar el retroceso de dos pasos para la memoria de la cocina de toda la vida. Hablo de España, claro.
Un ejemplo claro, meridiano, indiscutible y patético es el de los desplazamientos por carretera. ¿Se han fijado que por cada tramo de carretera convencional que es sustituida por uno de autopista o autovía significa el cierre de los clásicos bares de carretera que son reemplazados por áreas de servicios intercambiables, franquicias construidas en serie y cuyas cartas son sospechosamente iguales como iguales son los plásticos con los que parecen fabricadas sus viandas?
Los emblemáticos lugares en los que todo viajero que se preciase paraba año tras año para comer aquel pepito, aquel bocadillo de chorizo, de jamón, de queso del lugar, aquellas migas, gachas o torreznos, que imprimían memoria del gusto y esperanza del retorno van siendo construcciones fantasma en carreteras sin apenas servicio, o viven de los que, gracias a nuestra pasada memoria, nos desviamos de la ruta principal para seguir accediendo a sus delicias, si es que aún están abiertos.
Lugares como Casa Maragato en Busdongo, Casa Oscar en La Gudiña, Xatomé en La Cañiza o La Despensa Manchega en la antigua y semidesértica carretera de Albacete, pertenecen a la memoria de los viajeros que hacían de su visita descanso y disfrute por partes iguales.
He mencionado cuatro de las seguramente más de cuatro mil que la memoria colectiva permitiría relacionar. He mencionado cuatro que me son especialmente afectas y que perviven en mi recuerdo personal pero que sé que no son únicas.
De las cuatro  mencionadas tres siguen funcionando regularmente, pero La Despensa Manchega, aquel bar de carretera donde aparcar era una odisea, donde no sé cuántos jamones, quesos manchegos, kilos de chuleta de cordero y bollas de pan candeal se despachaban al cabo del día, aquel en el que los porrones estaban colgados sobre la barra para dar un trago ocasional de vino en lo que esperabas las viandas solicitadas, está cerrado, o al menos lo está temporalmente.
Ahora vamos por mejores carreteras. No tomamos un trago de vino por miedo, si por miedo no por convicción, a que nos hagan un control de alcoholemia, y comemos alimentos industriales que no saben a nada de paso que paramos a echar gasolina.

Habrá quien diga que es el precio del progreso, de la seguridad, de la civilización. Habrá quien lo diga, sí, pero no seré yo. Yo seguiré viendo, al pasar, los fantasmas de los viejos lugares, conservaré en mis sentidos, el gusto, el olfato de las viandas de antaño, los aromas de la matanza de casa, la capacidad de distinguir de que vecino  era el chorizo, el vino, el aguardiente, e intentaré poner los medios a mi alcance para preservar la memoria de una época, de una cultura, en la que cocinar era el arte de la necesidad y se respetaban los tiempos, los de cocinar y los de producción, las memorias y a los que comían.   

lunes, 29 de junio de 2015

Seguimos perdiendo

Seguimos perdiendo. No sé si es un problema de educación, si es un problema de desinterés o una simple consecuencia de las políticas de dejación que en el tema alimentario mantenemos en este país y que nos está llevando a dilapidar un capital fundamental de nuestra cultura, un capital extenso y que bien explotado nos daría una capacidad inmensa de generar interés en España y posibilidad de generar riqueza, en manos de empresas de países interesados en que no seamos competencia.
Las leyes, ciegas, sordas e interesadas, están empeñadas en acabar con el pequeño productor gravando de una forma  impositivamente brutal cualquier intento de generar producto reducido de gran calidad. De espaldas, despreciando sin fisuras, el producto que consigue ese pequeño agricultor, ese ganadero de unas pocas cabezas, ese productor de vinos y licores que tienen el conocimiento, la calidad, la tradición, la honradez de ofrecer lo suyo hecho como siempre, las leyes hacen imposible, gravan inclementemente, abortan, cualquier posibilidad de que los consumidores accedamos a esas delicias y, a cambio, nos empujan sin recato hacia los productos industriales y de una calidad menor, cuando no ínfima.
Y esto, ¿sucede en todos los países? No. No sucede en todos los países. Todos los países intentan preservar sus productos artesanales, sus pequeños productores, con iniciativas legales, impositivas y comerciales que fomenten el consumo y el conocimiento de esos productos y favorezcan su preservación. Francia, Alemania, Portugal, Italia… se preocupan de que su patrimonio gastronómico no solo no se pierda, si no que se afiance y contribuya al conocimiento de su país y a su PIB.
Hemos dejado en manos ajenas la distribución, la fabricación y la explotación de nuestros productos. Hemos cedido sin rubor ni previsión nuestra emblemática gastronomía a cadenas y franquicias que no tienen otro interés que vulgarizar, sustituir y/o hacer caja con nuestra cultura gastronómica. Vulgarizar rebajando la calidad final sustituyendo la cocina local, personal y primorosa de los cocineros tradicionales, por cocinas industriales que luego distribuyen entre sus múltiples locales con una considerable merma de calidad gustativa. Eso cuando no bajan desvergonzadamente las calidades de la materia prima. Sustituir la inmensa variedad de productos y platos locales por una cocina traída de fuera, de su origen, o simplemente por una carta impersonal y que coincide punto por punto en cualquier lugar en el que entres. Y hacer caja, porque se hace caja no solo vendiendo, si no evitando que compres en la competencia, y para evitarlo que mejor que lograr que lo desconozcas.
He leído con estupor, con pena, con resignación rabiosa, que se ha puesto de moda entre los jóvenes cierto licor alemán de hierbas que había fracasado en otros intentos de irrumpir como alternativa a nuestros licores semejantes entre los que preservamos la memoria de los magníficos licores de hierbas que ancestralmente se fabrican, se han fabricado, a lo largo y ancho de este país. ¿Cómo es posible que en el país donde se hace el aguardiente de hierbas gallego, leonés, cántabro o asturiano, donde se hace el herbero valenciano o el licor de hierbas balear nuestra juventud sitúe un licor alemán semejante como el segundo lugar del mundo, después de Alemania, donde más se consume? Pues porque nuestros jóvenes desconocen absolutamente que en España se hacen desde tiempos inmemoriales licores de hierbas de altísima calidad. Es más, desgraciadamente aunque lo supieran seguramente no tendrían la oportunidad de acceder a los que les gustaran. Seguro que serían ilegales.
He leído, con un sentimiento entre añoranza y fatalidad, que Rodilla ha sido comprada por una multinacional extranjera. Bueno, era la crónica de una muerte anunciada. Desde los tiempos en que comer unos sándwiches de Rodilla solo se podía conseguir en Princesa, en Callao o Fuencarral, aquellos gloriosos de queso y tomate, queso y nuez, vegetal o salami, la cadena había entrado con su expansión en un declive de cantidades y variedades. La expansión trajo nuevos sabores que no se correspondían con la filosofía de sándwiches con crema que la cadena había mantenido desde el principio. Para mí el principio del fin, el punto de no retorno, fue el cierre del emblemático Peñasco Rodilla de la calle Fuencarral, la desaparición de los sabinitos, los paté de mar, los peñasco, los deliciosos de mejillones, y algunos otros que aparecían y desaparecían periódicamente pero que invitaban a la visita con sorpresa, a la visita a algo diferente.
Al final, el resultado, es que estamos tirando por la borda un patrimonio de siglos que no tiene parangón en ningún otro país del mundo. La calidad de nuestros productos, la variedad de nuestras influencias y la imaginación que la necesidad y el hambre hicieron aflorar son únicos, como única es la diversidad de gastronomías, todas ellas de una riqueza inigualable, que han florecido en nuestro territorio nacional.
Hemos decidido, alguien ha decidido y el estamento oficial mira para otro lado, convertir a nuestro país en el del jamón, la paella, mal cocinada y maltratada, la tortilla de patata, de origen belga, el pulpo a feira, mal llamado a la gallega, y el gazpacho, que en muchos casos no pasa de un agua colorada. Pues nada, a por ello.

Sigamos adorando los quesos y vinos franceses, que nos permiten fardar de pronunciación y “conocimiento”, sigamos ensalzando el aceite italiano, español reenvasado, y el vinagre de Módena, que se come los sabores básicos, sigamos ensalzando la carne japonesa, aunque en Japón no haya sitio para tantos bueyes como los que pretendidamente venden, y olvidemos nuestros bueyes de labor, nuestros vinos y vinagres de altísima calidad, nuestros quesos, asturianos, manchegos, cántabros, gallegos, andaluces, zamoranos, vascos…, nuestros aceites y nuestro pescado y nuestra huerta y nuestras carnes y … la madre que nos parió.

domingo, 26 de abril de 2015

El Punto Sobre la I de Madrid

Hay frases, dichos, verdades inalterables, que se instalan en la sociedad y cuando intentas discutirlas te enfrentas al descrédito de los creyentes y al anatema de discutidor de axiomas. Y si en algún campo proliferan estas verdades inalterables, indiscutibles y falsas es en el campo de la gastronomía, donde ser experto de bolsillo (cuanto más caro indiscutiblemente mejor) es un valor en alza.
Pero no pretendía yo meterme una vez más con los pobres expertos de bolsillo, que con pagar lo que pagan, y por lo que lo pagan, ya tiene bastante, sino que mi intención al empezar a juntar letras es mostrar mi hartazgo con respecto a una de estas inalterables e insufribles frases con la que me enfrento cada vez que pretendo hablar sobre pescado.
Dicen y no paran: “Madrid es el mejor puerto de España para comer pescado”. Que dolor¡¡¡, que poco dominio del lenguaje, de la verdad, de los mercados nacionales y de cómo ver cuando un pescado es bueno, esto es fresco y, como se dice ahora, salvaje, aunque con este término yo siempre me imagino a Angel Cristo con una silla y un látigo encerrado en una jaula con unas lubinas feroces, o lo que sea que merece el calificativo de salvaje.
Vaya por delante que todos sabemos que Madrid no es un puerto, como que no tiene playa (vaya, vaya). Así que si traducimos la frasecita debería de quedar algo así, que es lo que defienden los recitadores, cómo : “En Madrid se come el mejor pescado de España”. Que dolor¡¡¡, que poco dominio de la verdad, de los mercados nacionales y de cómo comprobar la calidad del pescado. Bastaría un paseo por los distintos mercados de Madrid y un mínimo de conocimiento para comprobar que no hay forma de sostener esta afirmación y para aseverar que solo en muy contados establecimientos y a precios poco populares encontramos el pescado del que pretendidamente hablamos. Esto es con el ojo abultado y brillante, la escama transparente y la agalla roja, sangrante.  Mejor no hablar  de los que parece que han muerto con depresión.
Así que revisando la frasecita una vez más debería de decir: “En Madrid los que pueden pagarlo comen el mejor pescado de España”. Que dolor¡¡¡, que poco dominio de la verdad y de los mercados nacionales. Un buen paseo por los mercados de las ciudades y pueblos que tienen flota pesquera propia, sobre todo si es de bajura, bastaría para comprobar como el pescado que exhiben es de apenas hace un rato y en algunos casos hasta se mueve. Ese pescado casi vivo, de costa, que dada la configuración de la costa española no abunda. Nuestra plataforma atlántica es casi inexistente, el Mediterráneo es un mar esquilmado y del Cantábrico y sus problemas con los pescadores franceses y sus técnicas sobreexplotación mejor que hablen los pescadores españoles.
O sea que si le damos otra vueltecita podríamos llegar a una nueva versión de la frase en cuestión: “En Madrid el que puede pagarlo y sabe buscarlo puede comer el mejor pescado de España”. Que dolor¡¡¡, que poco dominio de la verdad. Esto seguramente es cierto si hablamos de la pesca de altura, de esa pesca realizada en caladeros lejanos y que es tratada en el mismo momento de ser pescada para su posterior traslado a las lonjas que la comercializan. En este tipo de pescado la frescura es un valor de conservación y su distribución es igual para todos los mercados nacionales, pero si hablamos de la pesca de bajura, sea pez o marisco, de esa que hace un pescador en su barca costeando, o poco más, y que varía según la zona costera y la temporada, de esa que degustamos en los bares de la población de donde ha salido la barca, y no en todos, de esa que nuestra memoria guarda como una experiencia rayana en lo místico, esa no se separa de la costa para su consumo idóneo más que unos pocos kilómetros, porque ni admite conservación ni hay la cantidad suficiente para que pueda comercializarse con la ventaja económica mínima bastante para las grandes tramas de distribución.
Ya no es Madrid. Es cualquier ciudad. Yo no voy a Valencia a comprar langostino de Sanlúcar, ni a Sevilla a comprar gamba de Garrucha, ni a La Coruña a pedir langostino de Vinaroz o salmonete. Y no es un problema económico o de capacidad indagativa o negociadora. No. Es un problema de lógica. Basta con seguir la cadena productiva y ver quien tiene la oportunidad de comer el mejor pescado. Sigamos la cadena:
¾     El pescador. Es el primero que tiene el pescado en sus manos y tiene la oportunidad de seleccionar aquel que mejor le acomode, y en el momento.
¾     El negocio local. Que en muchos casos tiene acuerdos con los pescadores y compra antes de lonja lo mejor del día. Cuando no dispone de barco propio o familiar.
¾     El lugareño o visitante o residente que puede comparar en la lonja o en el mercado local el pescado que ha entrado en el día
¾     Los negocios de restauración de prestigio de cualquier lugar, que compran en lonja y tienen acuerdos puntuales para suministro.
¾     Las pescaderías de alta calidad de cualquier lugar que eligen las primeras pagando un precio mayor por un producto mejor
¾     Los habitantes de grandes ciudades que tiene acceso a una comercialización más inmediata
¾     El resto de personas.

Simplemente es una secuencia lógica de la cadena de comercialización, y una conclusión basada en la observación y el placer de ponerla en práctica.

Así que finalmente, y por rematar, la frase de marras debería de quedar, termino arriba, aseveración abajo, de la forma siguiente: “En Madrid, si se sabe buscar y se puede pagar, es posible encontrar el mejos pescado de España que no se haya consumido en su lugar de origen”. Si, ya se, y en Barcelona, y en Sevilla y en Valencia y en …

domingo, 8 de febrero de 2015

Cosas de abuelas

Igual que acostumbro a ser negativo en mis críticas al mundo de la gastronomía nacional, también me gusta, y me gustaría que fuera más a menudo, regocijarme con las buenas noticias. Y en esta semana se han producido dos hechos que me han parecido positivos para la reivindicación de esa cocina tradicional a la que tan negro futuro le suelo pintar.

Parece haber sido la semana de las abuelas. De esas abuelas que dejaron tanto cariño, tanta sabiduría, tanta tradición en los fogones, en las hornillas de sus casas y que arrastraban con ellas allí donde el destino las llevaba. Bueno el destino o la emigración o la necesidad de conseguir algo que poner encima de la lumbre.

Me ha resultado edificante, reparador, esperanzador, ver como un niño de once años ganaba un concurso nacional de cocina invocando las recetas de su abuela. Reivindicando contra la amarga experiencia de otro concurso de otra cadena la cocina de tradición y poniendo en todo lo alto, entre otras cosas, un all i pebre de esos que uno necesita recordar para desintoxicarse en Valencia de tanto arroz extraño bajo el nombre de paella y que tanto daño hacen a la cocina española en general y a la valenciana en particular. Valencia, y no digamos la Comunidad Valenciana, tiene una rica cocina llena de platos y sabores, e incluso arroces mil, que no se merecen el olvido, la marginación, ocultos tras una única especialidad además bastante maltratada. Felicidades Manu y nunca olvides a tu abuela y sus recetas, nunca, ni siquiera cuando llegues a triunfar en este complicado mundo.

Por otro lado ha habido otra noticia de abuelas, aunque esta con luces y sombras. Pero ya es en sí una luz que una editorial saque una colección de recetas bajo la denominación de “La cocina de la Abuela”. Bien. Es un paso. Es verdad que junto a esta luz inicial y esperanzadora conviven algunas licencias y olvidos, o mejoras no contempladas, que enriquecerían considerablemente el resultado final. Pero dado que la luz es la luz considérense mis sombras como pequeñas y constructivas quejas.

Me parece una carencia, no grave, el que no se especifique el origen del plato salvo que ese origen este en la misma denominación. Aunque parezca una omisión nimia no lo es tanto, ya que hay nombres que según su origen están hablando de ingredientes y/o técnicas de preparación diferentes. El Atascaburras manchego no es exactamente igual que el murciano, el jienense o el almeriense por poner solo algunos ejemplos. Pero es que el atascaburras o ajo mortero, como también se llama en algunos pueblos, no es igual en Albacete que en Cuenca, Ciudad Real o Toledo. La colección habla del de Albacete y lo considera genéricamente manchego. Del más extendido. Pero cuando habla de su diferencia con el ajo mortero dice que la diferencia es que este último lleva pan. Depende. Depende del atascaburras y del ajo mortero de los que hablemos.

Pero, ya que hemos mencionado el atascaburras, lo que ya no me parece serio es que esté encuadrado en un volumen que se denomina Platos de Cuchara I. El atascaburras no es un plato de cuchara, es un ajo, esto es, para aquellos que no lo sepan, una crema con la consistencia de un ajo asado, de ahí su nombre, esto es densa y seca, jamás de cuchara. Claro que esto significaría reivindicar los ajos, más de 200, que existen en toda la cocina española. Castilla La Mancha, Andalucía, Murcia, Aragón, Extremadura y la Comunidad Valenciana son tierras de ajos, de comidas de labor realizadas a pie de la actividad diaria. Existen ajos de labradores, de aserradores, de arrieros, de molineros, de garapiteros. Los ajos, la mayoría de ellos, pertenecen a la misma familia alimenticia que las migas y las gachas y jamás pueden ser considerados, sopas, cocidos, caldos o guisos que sí que lo son.

Claro que eso sería ya complicarse la vida y ponerse a reivindicar la verdad de muchas cosas que en este país se van olvidando por desinterés y desidia de aquellos organismos que debería de cuidarlo y protegerlo.

Tampoco me parece un plato de cuchara, aunque puedo aceptar pulpo como animal de compañía, la ropavieja. La ropavieja es un plato de recurso, de aprovechamiento, de día después, y solo tiene de cuchara su origen, un cocido. Es verdad que invoca la ropavieja canaria que ha adquirido entidad propia y no proviene de un cocido, o, por explicarlo mejor, que se elabora sin que se haga previamente un cocido, pero precisamente por eso no es un guiso, ni una sopa, ni un caldo, y no debería de encuadrarse en los platos de cuchara propiamente dichos. Y encima es la portada.

En fin, claroscuros. Prefiero que exista la colección y criticar sus desaciertos, que que no exista y criticar el olvido.

Hay un apartado que, y esto ya es bastante personal, se llama los consejos de la abuela y en el que me llamó la atención que la abuela aconsejara congelar ciertos alimentos. La generación de mi abuela, solo los pudientes, tenían “frigidaire”, esto es un mueble aislado por dentro en el que se metían barras de hielo que se compraban. La inmensa mayoría ni eso, como mucho fresquera que era un hueco bajo la ventana de la cocina que daba a un patio interior y en el que mediante tela metálica se protegía de los bichos exteriores. Algo así como un armario empotrado refrigerado. Así que lo de congelar lo puede recomendar la generación de mi madre y con soltura la mía. Claro que debo de confesar que yo, a mi edad, ya podría ser abuelo.