sábado, 13 de diciembre de 2014

Que vivan las lentejas

Han pasado dos días y aún no doy crédito a la escenificación mediática de la gastronomía como arte elitista para entendidos y consiguiente defenestración de la cocina tradicional, de esa cocina con memoria y sentimientos que todos tenemos en nuestro olfato y en nuestro baúl de los recuerdos de sabores.
Los comentarios, la puesta en escena, los protagonistas, todo estaba, aparentemente, pesado y medido para que el concepto tradicional y popular de gastronomía quedara vencido por una alternativa de la cocina como arte que el pueblo llano no puede alcanzar ni técnica, ni económica, ni gustativamente.
Yo no me veo yendo a casa de unos amigos a cenar y que me pongan una “gargouillou” compuesta de un montón de vegetales, cada uno con una textura diferente. No, ni me veo yo preparándolo para recibir a nadie, ni a mi abuela haciendo semejante exhibición de tontería para que comiéramos cuando íbamos a verla.
A mí como plato vegetal emblemático me gusta la menestra, la de toda la vida, que es lo que es este plato pero elevado al nivel de innecesariamente inalcanzable para el común de los mortales, o sea, yo.
Insisto, a mí el “gargouillou” me conmueve lo que a la roca el paso del río. Está ahí y si algún día me lo encuentro lo probaré, y a lo mejor hasta me gusta, que no digo yo que no. Ahora por un plato de lentejas “ma-to”, por un plato de lentejas bien cocinadas, de esas que cuando llegas al portal del edificio secuestran tu olfato y su aroma, como en los tebeos, forma una estela olfativa que te conduce sin ninguna duda hasta el fogón en el que se cocinan, hago lo que me pidan
Pero con todo, esto no es más que un problema de apreciaciones, de conceptos, de gustos si se quiere. Aunque lo que es sin duda de un gusto pésimo, de un desprecio absoluto hacia lo que para muchos españolitos de a pie es el disfrute de nuestra gastronomía tradicional, popular, familiar, son los comentarios un tanto despectivos del jurado.
“Un plato de lentejas para pasar a la final, hay que estar muy convencidos”, dice uno de los miembros del jurado en un momento dado. “Te las has jugado con un plato de lentejas”, comenta como con asombro otro miembro del jurado al concursante. Como apuntando, sin red y sin medios.

Ya en la biblia Esaú vendió su primogenitura a Jacob por un plato de lentejas. Yo me declaró de los de Esaú y reniego con cierta rabia de la cocina elitista y experimental, no por ella misma, si no como medio de vulgarizar y desprestigiar nuestra cocina de toda la vida, de mi bisabuela, de mi abuela, de mi madre y de mi mujer y si hay que decirlo se dice: “que vivan las caenas”, digo las lentejas.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Gastronomie Ficitión

Siempre me ha gustado la ciencia ficción. Desde que descubrí el género, y antes de que para mí tuviera nombre e identidad propia, los títulos de Julio Verne y H.G. Wells, las inolvidables series de Irwin Allen (Viaje al Fondo del Mar, El Túnel del Tiempo, Perdidos en el Espacio), y otras como Los Vengadores o The Thunderbirds, me permitían viajar por mundos y posibilidades que mi entorno me negaba. Viajar a la luna, pelear contra alienígenas desalmados, que no malvados,  descubrir un fondo del mar lleno de misterios… me entretenían, sí, mucho, y formaban mi espíritu para poder aceptar como posible todo lo que mi vida me deparara.
Después vino ese tiempo perdido para la infancia actual en el que uno empezaba a ser adolescente sin prisas, jugaba y buscaba una nueva etapa con cierta pereza, compatibilizaba las chapas y las chicas sin ningún tipo de complejo ni de necesidad de quemar el camino. En esa época descubrí que la ciencia ficción era un género, sospechoso, despreciado, que hacía que los demás te miraran raro, pero un género que contaba cosas que a mí me preocupaban y las contaba de tal forma que yo podía aportar mi propia visión, mi propio criterio e imaginación a lo que me estaban narrando porque aún no había sucedido. La publicación de las traducciones de Fantasy & Science Fiction por parte de Editorial Bruguera y revistas como Génesis y Nueva Dimensión nos permitieron a los lectores de aquellos años asomarnos a una literatura que apenas traspasaba el umbral de los quioscos.
Y vinieron después las novelas, Bradbury, Asimov, Heinlein, Farmer, Clarke, Vogt, Philip K. Dick…, tantos que sería imposible nombrarlos a todos abrieron de par en par unas puertas que los relatos y cuentos habían ya entreabierto, y empecé a pensar que siempre hay otra forma de contar la historia, las historias, las grandes, las pequeñas y las cotidianas y que no siempre los buenos son tan buenos, ni todo es lo que parece a simple vista. Siempre hay que mirar varias veces.
Llegaba ya el periodo de mi tardo adolescencia, se acercaba inexorablemente la edad del patito y todo parecía estar descubierto cuando empezaron a llegar las novelas de autores como Ballard, Ellison, Vonengurt, Silverberg, Aldiss, lo que se llamó la “New Thing”, y empezamos a entender que el espacio no solo estaba fuera, empezamos a buscar el espacio en nuestro interior y a comprender aquella máxima alquímica de que todo lo que es fuera es dentro, lo que es arriba es abajo.  Empezamos a asomarnos a las dimensiones, a los multiversos, un asomarse y no parar, una capacidad casi tan infinita como la existencia de imaginar y que lo imaginado fuera tan cierto como lo vivido.
Hace un par de meses me topé con un pequeño y extraño relato que me hizo sonreir, sonrisa no exenta de complicidad, de “esto ya lo he pensado yo alguna vez aunque no lo haya verbalizado”. El relato cuenta como una raza extraterrestre que quiere conquistar La Tierra no desembarca con sus naves, no somete a los pobres terrícolas a bombardeos masivos, ni se los comen, no. Los extraterrestres en un plan de largo alcance se hacen con la propiedad de las industrias químicas y van modificando con vertidos y emisiones el clima del planeta para acomodarlo a sus necesidades, van modificando el genoma de los humanos mediante la alimentación y los medicamentos de tal forma que consigan sobrevivir los individuos más resistentes convertidos en dócil ganado de trabajo. A que os suena…

Y claro, como siempre, mi cabeza se puso a inventar y darle vueltas a esto de las conspiraciones y mezclarlas con las obsesiones personales y me dije: Si yo quisiera hacerme con el control alimentario de un país, ¿Qué haría? Primero, prioritario, hacer que sus logros históricos se fueran perdiendo en el tiempo, naturalmente, como sin querer, en un proceso irreversible, crear una alternativa y sumir en el desinterés, y finalmente en el olvido, sus raíces. Comunicación y alternativas. Segundo: me haría con sus canales de distribución y comercialización y conseguiría que sus productores estuvieran mal pagados, lastrados con cuotas, industrializados sus productos más emblemáticos que perderían su carácter, y eso permitiría introducir los productos y productores que a mí me interesaran. En fin, una conspiración alimentaria en toda regla. ¿Qué os suena? Pues no lo entiendo. Esto es simplemente un comentario de “Gastronomie Fictión”. Sí. En francés. Me suena mejor.

domingo, 10 de agosto de 2014

Un poco mas extranjero

Tal vez algunos me tachen de alarmista  pero me gusta contar las cosas como las veo. Como las vivo en realidad, en mi cotidianeidad. Las gastronomías tradicionales españolas –sí, así, en plural-, las cocinas españolas de toda la vida –sí, así, en plural-  están en proceso de extinción mientras en las grandes guías y en las instituciones oficiales se recrean en grandes cocineros, en estrellas de guías mediaáticas y en páginas web semioficiales que deberían de producir vergüenza ajena por su afán comercial y su desinformación.
Llevo meses rumiando esta certeza, observando con creciente pavor, con certeza espantada, los síntomas que dan lugar finalmente a esta sentida, desesperada y desesperanzada reflexión escrita. Y a cada día que pasa los síntomas, las realidades, se agravan en un camino con difícil vuelta atrás.
Nos falla la educación, nos falla la sociología y nos falla el interés. Y la conjunción de estos tres fallos nos puede llevar directamente al colapso, a la pérdida irreparable de recetas tradicionales que no van a resistir, que no han resistido, la competencia de cocinas extranjeras, o nacional-creativas, y la indiferencia, cuando no agresión directa, de los estamentos oficiales que ni siquiera sabrán de que estoy hablando. No digamos ya de las razones de mis quejas.
Nos falla la educación que se manifiesta en una permisividad suicida. Todo vale porque al fin y al cabo lo importante es lo que vende y no la herencia cultural que pueda llevar aparejada. Así que no pasa nada si le llamamos gazpacho a un agua sospechosa con tomate flotando, si le llamamos mahonesa a algo que no conoce el huevo, paella a cualquier arroz que sea de color amarillo o anunciamos un pulpo a la gallega cuando nos sirven un pulpo “a feira” – curiosamente en inglés en algunas cartas viene perfectamente denominado-. Y esto sucede porque nadie nos ha enseñado, porque nadie se ha preocupado, ni se preocupa, de enseñarnos que la gastronomía es una parte fundamental de la cultura, porque nadie se ha molestado, ni se molesta, en explicarnos que igual que un cuadro hay que restaurarlo con la misma técnica y materiales que el original un plato de cocina exige los tiempos, los fuegos, los ingredientes que originalmente se usaban. Y porque nadie se ha planteado, ni se plantea, crear un sistema de protección, de autentificación, de las denominaciones tradicionales de las cocinas españolas. Seguramente ni da dinero, en plan recaudatorio, ni da fama, ni da estrellas de ninguna guía, sea nacional o extranjera.
Nos falla la educación porque nuestros hijos, la mayoría, ignoran, e incluso desprecian, lo que comían sus abuelos. Y lo ignoran y lo desprecian porque no han tenido la oportunidad de saborearlo, de vivir las tradiciones y calendarios que colocaban esas exquisiteces en la mesa del pueblo o al pie del árbol o en la parada  en el camino. Nadie les ha explicado, les explica, que esos sabores son una parte de ellos mismos, esa parte que explica la economía y los tiempos de producción que marcaban los ritmos vitales de los pueblos. Que hace años no existían los hipermercados y comer, sobrevivir, dependía de lo que producías. Que los sabores existen más allá, a pesar, de comidas prefabricadas y alimentos sin sustancia por procesos productivos de explotación masiva.
Nos falla la sociología, o la sociopolítica, o el flujo poblacional, que, al fin y a la postre, me importa un bledo como se quiera denominar, porque lo que si me importa son sus consecuencias. Y la consecuencia real es que los pueblos se van quedando sin pobladores- Que las viejas cocineras se van perdiendo con el tiempo y las nuevas ya no respetan, ya no pueden respetar porque los tiempos y las leyes no lo permiten, las viejas fórmulas que preservarían tantos siglos de conocimiento culinario, tantos siglos de necesidades, de festividades, de ciclos productivos que marcaban que comer en cada momento.
Me falla la sociología, o la sociopolítica, o el flujo poblacional, que al fin y al cabo me importa un ardite como se quiera denominar, porque lo que si me importa es que en las casas de comidas, en los bares, las viejas cocineras locales van siendo sustituidas por cocineras foráneas que, sin quitarles mérito, calidad, ni esfuerzo, no son parte del ciclo cultural evolutivo de lo que están cocinando y caen a veces en tentaciones, en ocasiones muy leves, en otras ocasiones no tanto, de revisar o sustituir ingredientes que desvirtúan la esencia de lo cocinado. Por ejemplo: no se pueden cocinar unas patatas a la riojana con chorizo ibérico, no son lo mismo aunque puedan estar buenas o incluso mejores, serán otras patatas diferentes. No se puede sustituir en la cocina almeriense la longaniza local porque el sabor obtenido sería otro y así para prácticamente cada plato, pueblo, provincia o región. Cada una tiene su sabor y hay que intentar respetarlo.
Y nos falla finalmente el interés. Nos falla el apoyo de las instituciones y organismos que deberían de velar por la preservación de esta herencia cultural. Por su divulgación y expansión que es la mejor forma de preservación que existe.
Nos falla el interés porque recorriendo las ciudades españolas en visto en todas creperies, hamburgueserías y pizzerías, pero aquellos que las utilizaban ignoraban lo que eran, o nunca habían probado, las filloas, los frisuelos, los fardeles o los figatells. He visto comprar en las tiendas e hipermercados patés a quienes no han oído ni siquiera hablar del ajipuerco o la cachuela. He recorrido panaderías y pastelerías levantinas donde se vendían pizzas a diario pero no había cocas salvo los fines de semana. He visto como al lado de heladerías tradicionales de excepcional calidad la juventud acudía a franquicias de llamativos colores y una muy inferior calidad.  He sufrido en restaurantes españoles que me ofrezcan un sinfín de ginebras pero no sepan lo que es una palomita y ni siquiera tengan anís para prepararla. Sufro continuamente en los bares y restaurantes cierta marca de vermouth extranjero que acapara el mercado en detrimento de marcas españolas de mayor calidad y mejor precio. Y seguro que no lo he visto, oído, ni observado todo. Pero si lo suficiente.

Tal vez algunos me tachen de alarmista, de agorero, pero si nadie lo remedia a la vuelta de unos años podremos ir tachando de nuestra memoria, uno a uno, o en bloques, los platos que comieron nuestros abuelos, y de paso los pueblos y tradiciones que dieron lugar a su creación. Y ese día seremos un poco más pobres, un poco menos satisfechos, un poco más “extranjeros”.

martes, 25 de febrero de 2014

Y yo me río

Hay gente, en realidad muchísima gente, que está convencida de que todo se puede comprar y que si algo no se puede comprar se puede comprar la cobertura de la carencia, pero el problema de las coberturas es que acaban moviéndose y dejando al descubierto las carencias y el ridículo de quién pretende ser o tener aquello de lo que carece.
Recuerdo a un amigo mío, se dice el pecado y no el pecador por si hay más amigos comunes que lo identifiquen, que me contaba que él tenía una botella de Chivas que rellenaba periódicamente con DYC y que era lo que sacaba para las visitas. Esta añagaza empezó inocentemente porque le molestaba que la gente usase el Chivas para servírselo con agua o coca cola o cualquier otro tipo de ingrediente accesorio que lo enmascaraba. “Tu pones dos botellas, una de Chivas y otra más barata y la gente usa la más cara para prepararse los cubatas. Desde que la relleno de DYC nadie ha protestado y sospecho que nadie lo ha notado”. Pero es que cuando empezó a hacerlo también para chupitos tampoco nadie pareció percatarse del engaño. “Y encima alguno lo paladea y te lo glosa” me comentaba entre indignado, incrédulo y divertido.
Desgraciadamente lo que mi amigo contaba pasa en una gran cantidad de restaurantes de nuevo cuño, de esos de maridaje,  ración inversamente proporcional a la longitud de la denominación de lo servido y con necesidad de rollo de papel para contener la cuenta.
Escalofríos me dan. ¿Cómo se pueden cobrar cien euros por comensal por un cordero duro, un rabo de toro, de vaca, de vaca, estofado con un exceso de zanahoria que lo enmascara todo o una navaja tan escasamente cocinada que te la sirven fría?. Pues es claro, para que nadie se atreva a decir esto es una porquería, porque has ido a ese lugar porque un “entendido”, y vengativo seguro, te lo ha recomendado, porque lo pone en algunos periódicos que en vez de pagar cobran y porque o no te enteras y acabarás recomendándoselo a no sé cuántos para darte importancia o si te enteras pero mejor callarse porque si dices algo el coro de entusiastas que tienes alrededor van a pensar que vas de listo.

Y así, entre silencios y venganzas, medran mediocridades, en el mejor de los casos, de precios abusivos –condición si ne qua non- que pasan por restaurantes de moda y que no son otra cosa que la versión gastronómica del traje invisible del Rey. Tú te callas y yo me forro, y me río, me río mucho.

domingo, 2 de febrero de 2014

Crónica de Una Muerte Anunciada

Ayer hice un recorrido por Madrid, por el Madrid tabernario en concreto. Fue sin duda una excursión agradable, agradable porque siempre es agradable conocer un poco más de la ciudad en la que vives, un poco más de los entornos en los que se han movido tus antepasados y compartirlo con personas que lo hacen aún más placentero.
Visitamos varias de las tabernas históricas de Madrid.  Casa Ciriaco, Casa Paco, Casa Antonio, que ya no existe como tal, La Casa de las Torrijas, Casa Labra, Casa Alberto… fue un recorrido intenso aunque no exhaustivo en el que como siempre que voy con Fátima y Enrique de “explora lo desconocido” aprendo y disfruto.
Pero, y ese es el objeto de esta reflexión, entre todas las risas, los paseos, las catas y los “sucedidos” con que se acompañan hubo una noticia que a mí me entristeció sobremanera.
La casa de las Torrijas, esa taberna donde uno puede comer unas torrijas que hacen pensar que nos has probado hasta ese momento las torrijas, que nos has catado hasta ese momento las glorias celestiales ni explorado convenientemente los recovecos de tu paladar, se encuentra a pocos meses de su desaparición. Su cocinera y su propietario están a punto de jubilarse y sus cocidos, sus torrijas, toda esa sabiduría popular y tradicional se jubilará con ellos víctimas de una absoluta indiferencia de las autoridades municipales y de una legislación vigente más preocupada del beneficio de las grandes empresas que de la preservación de lo propio.
Una vez más tendré que contarle a mis hijos como era algo que pertenece a su propia historia y que habrá desaparecido ante la pasividad general, la agresividad de las franquicias que estandarizan y vulgarizan todo lo que tocan y el dolor de los que alguna vez hemos probado y ya nunca podremos olvidar. Ni legar.
Pongamos otra cruz, anticipada esta vez, que acompañe en nuestros recuerdos al Horno de Miquel, A la Ibense, a casa Antonio, al Martinot y a la mayor parte de nuestros artesanos de la alimentación que ni existen ni por tanto importan a los estamentos oficiales preocupados por las prebendas y  beneficios de apoyar al poderoso.

Una última cosa, solo porque estoy convencido de que son incapaces de leer entre líneas. Hace falta ya una ley que permita preservar las joyas artesanas de este país, que permita, y es también empleo y futuro, la figura de los aprendices que sean capaces de preservar el conocimiento y la tradición de nuestros “santos” lugares. El que avisa no es traidor. 

lunes, 6 de enero de 2014

Y Además un Huevo Duro

Siempre he sostenido, tanto oralmente como por escrito, que yo llegué a la gastronomía no solo por el paladar, que sí, ni por la tripa, que también, si no por el lenguaje, por el sonido rotundo y evocador de los nombres de tantos platos enraizados en los dichos populares, sonoros, evocadores de épocas y costumbres. Y precisamente por eso a veces se me critica mi poca, casi nula, permisividad con la utilización inadecuada de esos nombres que llevan a situaciones de desengaño, muchas veces, y de descrédito de la cocina tradicional española, esa que no existe si no como compendio de exquisiteces extraídas de su entorno real para mejor y mayor engaño de turistas poco informados, ávidos y bienintencionados, sean foráneos o locales.
Me basta un pequeño paseo por bares y restaurantes en general para empezar a rumiar mis desilusiones y fomentar el enfado de mi familia que no entiende mi justa, mi pertinente indignación. “¿Pero a ti que más te da?” “¿No te das cuenta de que a los demás no les importa?”. Pero a mí sí. A mí me importa, y mucho, que cuando entro en un local y pido algo que me apetece lo que me sirvan sea lo que estoy pidiendo y no cualquier otra cosa que por degeneración y dejadez se asume que es lo mismo pero que en realidad resulta otra cosa diferente. No voy a partir de la calidad de lo que se sirve porque no es ese el debate. La calidad puede ser magnífica, el resultado exquisito, pero si lo servido no se corresponde con lo pedido, y más cuando lo pedido pertenece ya al patrimonio cultural gastronómico, el daño que se está haciendo sobrepasa a la satisfacción, o insatisfacción, del paladar. A mí no se me ocurre, y creo que a nadie, anunciar en un museo cuadros de Velázquez y enseñar dibujos de Picasso.  Primero porque son diferentes pintores y segundo porque no es lo mismo un cuadro que un dibujo.
Estoy convencido de que podría poner más ejemplos pero voy a coger cuatro por no hacer esta reflexión interminable: el pulpo, las patatas, los callos y la paella. Alguno ya se está removiendo, lo veo.
Estoy cansado, harto, hasta los mismísimos tentáculos de entrar en lugares y que me ofrezcan pulpo a la gallega y me den pulpo a la feria (feira, se dice en mi tierra). El primer problema es que el pulpo a la gallega no tiene nada que ver con el pulpo “a feira”, o la feria. Son dos preparaciones diferentes, dos gustos diferentes, dos formas diferentes de cocinar un mismo producto. Ya no voy a entrar en que el pulpo “a feira” debe de estar enterito y a veces te lo sirven sobrecocido convertido en una suerte de estropajo con la piel separada de la carne, con ajo, sazonado durante la cocción, cortado a cuchillo, recalentado en el microondas, … Y por no ser fundamentalista no me voy a meter en el material del recipiente en el que está cocido, entre otras cosas porque he oído que el gobierno metiéndose donde nadie lo llama y en una vuelta más a su estupidez ya legendaria en temas gastronómicos –y hablo del gobierno como ente gubernamental sin color político y con continuidad en su estulticia a pesar de los cambios- ha prohibido, o piensa prohibir, los calderos de cobre para cocinar, supongo que basándose en la inmensa cantidad de gallegos envenenados por comer pulpo “a feira”.
Estoy cansado, harto, hasta las mismísimas mondas, de oír como en establecimientos del ramo, de oír como reputados comilones con ínfulas de gastrónomos, de ver como en etiquetas de venta se llaman cachelos a cualquier patata cultivada, en algunos casos pretendidamente cultivada, en Galicia. Los cachelos son una forma de preparar, en realidad una forma de romper (cachar en gallego, ¿les suena a algo?) las patatas. Y por no meternos en harina soslayemos el tema de las patatas bravas, al menos por el momento.
Estoy cansado, harto, hasta las mismísimas callosidades de que en una ciudad como Madrid, en una zona tan emblemática, por solera y por turismo, como en el entorno de Sol y la Plaza Mayor uno tenga que pedir un plato de callos, especialidad castiza y emblemática como pocas de la capital, sin que se pueda saber a ciencia cierta hasta el primer bocado si lo que te están sirviendo son callos a la madrileña, callos con garbanzos o, horror de los horrores, callos de lata o de bloque. A mí me bastaría con que me lo dijeran de antemano y poder decidir yo si me arriesgo o no, pero más de una vez, y a pesar de haberlo preguntado y habérmelo negado, me han sorprendido con ese regustillo tan característico de los callos precocinados. Que pueden estar muy buenos, mi mujer los llama mejorados, pero posiblemente no son lo que el cliente, en este caso yo,  estaba buscando.
Estoy cansado, harto, granujiento de indignación,  de que se haya difundido por casi toda España la espantosa, la dañina, la frustrante costumbre de llamarle paella a cualquier arroz. No quiero ser fundamentalista, voy a admitir, como si fuera pulpo como animal de compañía, que la paella se puede preparar con ingredientes diferentes a los originales. Que se puede sustituir el “garrofó” por algún otro tipo de judía blanca. Que se pueda sustituir la “ferraura” por algún  otro tipo de judía verde. Que se pueda sustituir el azafrán por colorante alimentario. Que se pueda sustituir la rata de agua por conejo o los caracoles por marisco. Incluso que el arroz no se cocine en paella, vulgo paellera. Vale, porque la paella, esa forma de preparar el arroz propia de La Albufera valenciana, es más una cuestión de fuegos y proporciones que de ingredientes. Bueno, hasta cierto punto. Me parecen inadmisibles ciertas pretendidas paellas de bacon y queso o de palitos de cangrejo que he visto anunciadas en algunos “restaurantes”. Pero lo que ya es insoportable, de demanda judicial, es pedir una paella y que te sirvan un arroz con “marisco”, pasado, una especie de papilla informe de color amarillo con unos cuantos “tropezones”, o insípido por falta de una base necesaria, o un arroz caldoso, o un arroz al horno, o un arroz al caldero, o cualquier otro tipo de arroz que no tiene con la paella otro lugar común que sorprender al incauto que lo pide con la genialidad, no voy a suponer mala fe, del cocinero de turno que posiblemente nunca haya probado una paella en su vida. Porque esa es otra. La paella, no el arroz cocinado en paella, ese plato emblemático de la mal llamada cocina española, y bien llamada cocina valenciana, se ha convertido por mor de la permisividad, de la candidez, del desconocimiento general, en una rara avis. Claro es más sencillo preparar un arroz más rápido y sencillo, con unos cuantos ingredientes de apaño que la trabajosa paella, y total poca gente va a protestar.  Como van a protestar si no saben lo que es realmente.
Pero lo peor es que esta permisividad se va extendiendo y ya vale todo. Este verano en Galicia, en un restaurante en el que se come francamente bien y con muy buena materia prima, pedimos, alguien pidió, unos chipirones a la plancha. Galicia no tiene tradición de cocinar a la plancha y ya varias veces y en distintos lugares las cosas pedidas a la plancha nos las han servido entre fritas y cocidas en aceite. Ante la experiencia recalcamos que por favor nos las hicieran con un mínimo de aceite, casi tendiendo a sin aceite. Explicamos, para justificarlo o simplemente explicarlo, que la persona que lo pedía era andaluza y por tanto bastante acostumbrada a esa plancha huérfana de aceite que extrae y preserva los mejores jugos de la materia prima. Se ofendió. A él que había estudiado hostelería no se le podía explicar que la plancha tiene que estar muy caliente y casi sin aceite, a él. A él, y a cualquier otro, sería conveniente que entre las asignaturas de hostelería le incluyeran humildad, educación y sentido comercial, rama atención al cliente.
El problema es que a base de llamar a las cosas lo que no son, usar las técnicas de forma incorrecta, sustituir la cocina por la precocina, o simplemente sirviendo materia prima inadecuada,  acabaremos destrozando un patrimonio de siglos y una riqueza cultural-gastronómica que luego será difícil de recuperar. Bastará con que un experto, o no tanto, extranjero llegue a nuestro país y tenga la desgracia de pedir algunas de las innobles imitaciones o incorrectas denominaciones que por ahí pululan y el buen gusto de difundirlo.  ¿Quién podrá entonces poner remedio? ¿Y reclamar credibilidad?
Yo por si acaso, y para evitar que me llamen pesado, no volveré a decir nada sobre este tema. Al menos en un par de semanas. Me limitaré a llevar una copia impresa de esta reflexión y enseñarla como si de un Harpo Marx se tratara. Moc, moc, y además un huevo duro.


P.D. Han pasado apenas cinco días desde que escribí esta reflexión y he asistido en el afamado mercado de San Miguel y en un solo local a la perpetración de todo lo que denuncio a unos pobres guiris. Los callos de bloque, el pulpo “a la gallega”, pasado y con solera, la “paella” en montón y pasada de punto y, a esto no había asistido nunca, una vieira gratinada donde la bechamel se había sustituido por queso. ¿Por queso? Sí, aún me parece una pesadilla, pero sí. En el colmo del paroxismo el pobre guiri que ya no sabía lo que estaba comiendo pidió que le frieran un poco más el pulpo. Solo se le abrieron los ojos espantado cuando le explicaron que el pulpo estaba cocido. De los precios mejor ni hablamos. El local se merece una charla aparte, y el daño que hace una pena de cárcel.