Siempre he sostenido, tanto
oralmente como por escrito, que yo llegué a la gastronomía no solo por el
paladar, que sí, ni por la tripa, que también, si no por el lenguaje, por el
sonido rotundo y evocador de los nombres de tantos platos enraizados en los dichos
populares, sonoros, evocadores de épocas y costumbres. Y precisamente por eso a
veces se me critica mi poca, casi nula, permisividad con la utilización
inadecuada de esos nombres que llevan a situaciones de desengaño, muchas veces,
y de descrédito de la cocina tradicional española, esa que no existe si no como
compendio de exquisiteces extraídas de su entorno real para mejor y mayor
engaño de turistas poco informados, ávidos y bienintencionados, sean foráneos o
locales.
Me basta un pequeño paseo por
bares y restaurantes en general para empezar a rumiar mis desilusiones y
fomentar el enfado de mi familia que no entiende mi justa, mi pertinente
indignación. “¿Pero a ti que más te da?” “¿No te das cuenta de que a los demás
no les importa?”. Pero a mí sí. A mí me importa, y mucho, que cuando entro en
un local y pido algo que me apetece lo que me sirvan sea lo que estoy pidiendo
y no cualquier otra cosa que por degeneración y dejadez se asume que es lo
mismo pero que en realidad resulta otra cosa diferente. No voy a partir de la
calidad de lo que se sirve porque no es ese el debate. La calidad puede ser
magnífica, el resultado exquisito, pero si lo servido no se corresponde con lo
pedido, y más cuando lo pedido pertenece ya al patrimonio cultural
gastronómico, el daño que se está haciendo sobrepasa a la satisfacción, o
insatisfacción, del paladar. A mí no se me ocurre, y creo que a nadie,
anunciar en un museo cuadros de Velázquez y enseñar dibujos de Picasso. Primero porque son diferentes pintores y
segundo porque no es lo mismo un cuadro que un dibujo.
Estoy convencido de que podría
poner más ejemplos pero voy a coger cuatro por no hacer esta reflexión
interminable: el pulpo, las patatas, los callos y la paella. Alguno ya se está
removiendo, lo veo.
Estoy cansado, harto, hasta los
mismísimos tentáculos de entrar en lugares y que me ofrezcan pulpo a la gallega
y me den pulpo a la feria (feira, se dice en mi tierra). El primer problema es
que el pulpo a la gallega no tiene nada que ver con el pulpo “a feira”, o la
feria. Son dos preparaciones diferentes, dos gustos diferentes, dos formas
diferentes de cocinar un mismo producto. Ya no voy a entrar en que el pulpo “a
feira” debe de estar enterito y a veces te lo sirven sobrecocido convertido en
una suerte de estropajo con la piel separada de la carne, con ajo, sazonado
durante la cocción, cortado a cuchillo, recalentado en el microondas, … Y por
no ser fundamentalista no me voy a meter en el material del recipiente en el
que está cocido, entre otras cosas porque he oído que el gobierno metiéndose
donde nadie lo llama y en una vuelta más a su estupidez ya legendaria en temas gastronómicos –y hablo
del gobierno como ente gubernamental sin color político y con continuidad en su
estulticia a pesar de los cambios- ha prohibido, o piensa prohibir, los calderos
de cobre para cocinar, supongo que basándose en la inmensa cantidad de gallegos
envenenados por comer pulpo “a feira”.
Estoy cansado, harto, hasta las
mismísimas mondas, de oír como en establecimientos del ramo, de oír como
reputados comilones con ínfulas de gastrónomos, de ver como en etiquetas de
venta se llaman cachelos a cualquier patata cultivada, en algunos casos
pretendidamente cultivada, en Galicia. Los cachelos son una forma de preparar,
en realidad una forma de romper (cachar en gallego, ¿les suena a algo?) las
patatas. Y por no meternos en harina soslayemos el tema de las patatas bravas,
al menos por el momento.
Estoy cansado, harto, hasta las
mismísimas callosidades de que en una ciudad como Madrid, en una zona tan
emblemática, por solera y por turismo, como en el entorno de Sol y la Plaza
Mayor uno tenga que pedir un plato de callos, especialidad castiza y
emblemática como pocas de la capital, sin que se pueda saber a ciencia cierta
hasta el primer bocado si lo que te están sirviendo son callos a la madrileña,
callos con garbanzos o, horror de los horrores, callos de lata o de bloque. A
mí me bastaría con que me lo dijeran de antemano y poder decidir yo si me
arriesgo o no, pero más de una vez, y a pesar de haberlo preguntado y habérmelo
negado, me han sorprendido con ese regustillo tan característico de los callos precocinados.
Que pueden estar muy buenos, mi mujer los llama mejorados, pero posiblemente no
son lo que el cliente, en este caso yo, estaba buscando.
Estoy cansado, harto, granujiento
de indignación, de que se haya difundido
por casi toda España la espantosa, la dañina, la frustrante costumbre de
llamarle paella a cualquier arroz. No quiero ser fundamentalista, voy a
admitir, como si fuera pulpo como animal de compañía, que la paella se puede
preparar con ingredientes diferentes a los originales. Que se puede sustituir
el “garrofó” por algún otro tipo de judía blanca. Que se pueda sustituir la
“ferraura” por algún otro tipo de judía
verde. Que se pueda sustituir el azafrán por colorante alimentario. Que se
pueda sustituir la rata de agua por conejo o los caracoles por marisco. Incluso
que el arroz no se cocine en paella, vulgo paellera. Vale, porque la paella,
esa forma de preparar el arroz propia de La Albufera valenciana, es más una
cuestión de fuegos y proporciones que de ingredientes. Bueno, hasta cierto
punto. Me parecen inadmisibles ciertas pretendidas paellas de bacon y queso o
de palitos de cangrejo que he visto anunciadas en algunos “restaurantes”. Pero
lo que ya es insoportable, de demanda judicial, es pedir una paella y que te
sirvan un arroz con “marisco”, pasado, una especie de papilla informe de color
amarillo con unos cuantos “tropezones”, o insípido por falta de una base
necesaria, o un arroz caldoso, o un arroz al horno, o un arroz al caldero, o
cualquier otro tipo de arroz que no tiene con la paella otro lugar común que
sorprender al incauto que lo pide con la genialidad, no voy a suponer mala fe,
del cocinero de turno que posiblemente nunca haya probado una paella en su
vida. Porque esa es otra. La paella, no el arroz cocinado en paella, ese plato
emblemático de la mal llamada cocina española, y bien llamada cocina
valenciana, se ha convertido por mor de la permisividad, de la candidez, del
desconocimiento general, en una rara avis. Claro es más sencillo preparar un
arroz más rápido y sencillo, con unos cuantos ingredientes de apaño que la
trabajosa paella, y total poca gente va a protestar. Como van a protestar si no saben lo que es
realmente.
Pero lo peor es que esta
permisividad se va extendiendo y ya vale todo. Este verano en Galicia, en un
restaurante en el que se come francamente bien y con muy buena materia prima,
pedimos, alguien pidió, unos chipirones a la plancha. Galicia no tiene
tradición de cocinar a la plancha y ya varias veces y en distintos lugares las
cosas pedidas a la plancha nos las han servido entre fritas y cocidas en
aceite. Ante la experiencia recalcamos que por favor nos las hicieran con un
mínimo de aceite, casi tendiendo a sin aceite. Explicamos, para justificarlo o
simplemente explicarlo, que la persona que lo pedía era andaluza y por tanto
bastante acostumbrada a esa plancha huérfana de aceite que extrae y preserva
los mejores jugos de la materia prima. Se ofendió. A él que había estudiado
hostelería no se le podía explicar que la plancha tiene que estar muy caliente
y casi sin aceite, a él. A él, y a cualquier otro, sería conveniente que entre
las asignaturas de hostelería le incluyeran humildad, educación y sentido
comercial, rama atención al cliente.
El problema es que a base de
llamar a las cosas lo que no son, usar las técnicas de forma incorrecta,
sustituir la cocina por la precocina, o simplemente sirviendo materia prima
inadecuada, acabaremos destrozando un
patrimonio de siglos y una riqueza cultural-gastronómica que luego será difícil
de recuperar. Bastará con que un experto, o no tanto, extranjero llegue a
nuestro país y tenga la desgracia de pedir algunas de las innobles imitaciones
o incorrectas denominaciones que por ahí pululan y el buen gusto de difundirlo. ¿Quién podrá entonces poner remedio? ¿Y
reclamar credibilidad?
Yo por si acaso, y para evitar
que me llamen pesado, no volveré a decir nada sobre este tema. Al menos en un
par de semanas. Me limitaré a llevar una copia impresa de esta reflexión y
enseñarla como si de un Harpo Marx se tratara. Moc, moc, y además un huevo
duro.
P.D. Han pasado apenas cinco días
desde que escribí esta reflexión y he asistido en el afamado mercado de San
Miguel y en un solo local a la perpetración de todo lo que denuncio a unos
pobres guiris. Los callos de bloque, el pulpo “a la gallega”, pasado y con
solera, la “paella” en montón y pasada de punto y, a esto no había asistido
nunca, una vieira gratinada donde la bechamel se había sustituido por queso.
¿Por queso? Sí, aún me parece una pesadilla, pero sí. En el colmo del paroxismo
el pobre guiri que ya no sabía lo que estaba comiendo pidió que le frieran un
poco más el pulpo. Solo se le abrieron los ojos espantado cuando le explicaron
que el pulpo estaba cocido. De los precios mejor ni hablamos. El local se
merece una charla aparte, y el daño que hace una pena de cárcel.